a mi abuelo, por regalarme su sabiduría y ser un camino a seguir...
"Aunque la vida de un hombre se componga de miles de momentos y días, ese montón de instantes puede reducirse a uno: el momento en el que un hombre averigua quien es y se ve cara a cara consigo mismo".
Jorge L. Borges
Está solo, pero se siente acompañado. Quizá por sus pensamientos. O tal vez por los platos, las sartenes, los vasos o las cucharas y tenedores que lo rodean. Está en su lugar, el sitio elegido para su tiempo de meditación: la misma cocina en donde compartió almuerzos, meriendas y cenas junto a su familia, cuando recién se animaba a conocer el mundo, y donde aprendió de sus padres (y sus hermanos mayores) a escuchar y respetar; a saber que cada hombre tiene su tiempo. Y que éste transcurre y no se detiene, como un viento que sopla, llevando en él recuerdos y vivencias, anécdotas y sueños, alegrías y decepciones, milagros y fatalidades. Ahora piensa, idealiza , reconstruye su vida cual si fueran piezas desordenadas de un viejo rompecabezas, aventurándose en la difícil travesía de entrelazar sueños y recuerdos que transpolan tiempos y espacios. Entonces fija la vista en los azulejos de su reflexiva cocina (sucios y deteriorados por la humedad y el paso del tiempo) y entonces los rostros se suceden unos a otros, y con ellos los lugares, los olores, las memorias y los objetos; los sentimientos causados, las dudas y las certezas. Se le nubla la vista, se pierde en su viaje y ya no quiere volver (por lo menos hasta dentro de un rato); las pupilas se dilatan y sus ojos azules ya no ven azulejos, sino la mano de mamá llevándolo a la escuela, o el reto de su padre por no hacer la tarea, o quizá su primer beso a una señorita bajo la tímida luz de la luna en aquel viejo zaguán de Pompeya; pero ahora es el noviazgo y luego el matrimonio, los hijos, los viajes, las peleas, el trabajo, las guerras, la política, el General, los militares, las rebeliones, los nietos, el lechero en la puerta de casa... y la computadora. Y si, ha sido (y es) un largo viaje, se dice a sí mismo, mientras Salomé, explotando sus persuasivos dotes de felina, intenta llegar al gorro de su amo trepándose por sus rodillas y acariciándolo con su suave cola. Pero él sigue en su mente, arraigado a sus pensamientos, hurgando en su pasado y arrastrándolo a su presente, usufructuando el libre albedrío que la imaginación le suele ofrecer. Y así se pregunta, se interroga, una y mil veces, pues la cuestión es saber por qué y para qué se ha llegado hasta aquí. Si es así que se ha dispuesto, si es que Alguien o Algo ha querido que llegue a vivir tanto, ¿qué análisis debe hacerse? ¿cómo se entiende esta situación? Ya no encuentra respuestas, quizá no las haya (menos en un par de sucios azulejos, o en una deteriorada cocina), pero entiende que de algo le sirve a los otros, y es por ellos que debe seguir. Seguir trabajando, aconsejando, ayudando, comprendiendo, guiando. Pero también sabe que hay un tiempo para él, y que se toma todos los días, de 12.00 a 14.00, para intentar descubrirse; donde no existen teléfonos ni responsabilidades, donde sólo lo acompañan cubiertos y platos, pensamientos y remembranzas, su gata y su incertidumbre, sus miedos y sus silencios, aquellos que lo ayudan a encontrarse consigo mismo, en un lugar que le pertenece, y que la vida misma, tras 92 años y seis meses vividos, ha hecho suyo.
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