Era la tarde aquella donde el sol ascendía fuertemente el calor de la tierra, las personas caminaban paralizadas por la rutina, las manos obreras sangraban su trabajo, la sombra de lo árboles cobijaba a los aparentemente enamorados. Era la tarde de aquel día donde mi vida se hundió en un mar de sufrimiento y soledad.
Me encontraba ahí parada, frente a la puerta majestuosa que cubría la entrada de una calle misteriosa, reservada, silenciosa, discreta, enigmática, dudosa. La calle que clamaba mis pasos.
Con la ayuda de mi cuerpo giré lentamente la cerradura. Con cautela, sigilo, astucia, la atravesé lentamente cuidándome de ser sorprendida.
La calle en medio de la oscuridad se tornaba solitaria; atestada de gente incipiente y repugnante que estropeaba mi caminar. Aparentemente no había un lugar para mí, sin embargo, decidí atravesarla, sobrepasar los obstáculos que me impedía seguir.
Lentamente dirigía mis pasos a cada pequeña entrada que pronunciaba mi nombre. Me dejaba abstraer sin precaución alguna de la pasión, del deseo, de la satisfacción plena, de la sensualidad que me cautivaba y aseguraba cada vez mi estancia. Paso a paso susurraba palabras de amor, caricias con seducción, miradas de atracción. Pisaba extasiada su suelo de arena, queriendo dejar mis huellas y mi rastro. Mi cuerpo se convirtió en cemento fresco permitiendo adherir cada momento.
Pero un día, inesperado e indeseado, tropecé y caí fuertemente contra el suelo indicándome entonces que el camino para mí había terminado. No concebía la idea de tener que abandonar y arrancar ese tajo de sensaciones experimentadas.
Días después de mí caída comprendí con dolor que en aquella calle no había lugar para mí, que esta calle tenía ahora que expulsarme para que esa gente incipiente y repugnante se apoderara entonces de ella. Ya había llegado la hora de escupir mi nombre por la ventana, de cortarme el camino, mi camino. Y fue ahí entonces donde lastimada, con sangre en mis ojos, con heridas en mi ser, tuve que levantarme y salir de golpe por la puerta trasera que se atascaba al intentar encerrarme en un lugar que jamás podría ocupar.
Ahora, después de siete días de abrumamiento, abandono la calle sin cerrar su puerta. Doy un paso fuera y esperaré con ansias poder continuar con ese caminar del sentimiento. Hoy sólo me queda por recorrer esa avenida principal. Hoy sólo llevo mi cuerpo tallado, cargado de dolor, sufrimiento y soledad en esta tarde donde la tierra se oscurece por el cielo gris, donde la gente detiene su caminar paralizados completamente por su rutinaria vida, donde las manos obreras se desangraron de tanto trabajar, donde ya no hay enamorados que se dejen cobijar suavemente por la sombra de los árboles. Esta es la tarde en que la calle prohibida susurra entre palabras que no hay cabida para mí.
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