Gigio era un joven melancólico y un poco triste que, a pesar de siempre sufrir las persecuciones de mujeres fisicamente defectuosas, de mediana y ancha edad, no podía dejar de sufrir la tan dolorosa falta de amor correspondido. Siempre andaba buscando al amor pero nunca podía encontrarse con él, aún escribiéndole todos los días miles y miles de extraños chascarrillos mañaneros a los que el nombraba extraña y esquizofrénicamente "poemas" e incluso "cuentos".
Tanto lo llamaba Gigio alias "el topo" al amor, que no pudo dejar de pasar que en las calles de su ciudad de desamor ocurriera el esperado encuentro. Pero el amor no era lo que el buen Gigio esperaba; era petizo, gordo, con un sombrero sucio de nazi y una casi transparente lama de semi-vómito y restos de comida bordeándole la boca y los orificios nasales. De todas formas Gigio no pudo evitar el lanzarse en sus brazos; entonces el amor lo tomó por la fuerza, lo introdujo a un cuarto oscuro, lo amarró en una silla, le vendó los ojos, le tapó la boca y mientras se ponía con la mirada perversa puesta en las posaderas del buen Gigio un guante de goma en la mano derecha dijo: "Es hora de tu lavado anal".