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El hombre caminó presuroso por la calle Santa Rosa en dirección al centro de la ciudad. Iba a buscar un libro. Era ya era tarde pero necesitaba un libro, no un libro cualquiera sino uno de un autor nacional y joven que no hubiese publicado más de tres novelas. No le importaba que la novela no fuera la última, de hecho podía ser la primera o la segunda. Lo que buscaba con afán era confrontarse con un estilo y una manera de escribir que le trajera certezas sobre sí mismo, sobre su necesidad de producir un relato, una novela que tantas y tantas veces había visto frustrada.

Faltaban veinte minutos para las ocho de la noche. No tenía idea de los horarios de las escasas librerías que había en el centro de la ciudad. Pensó en tomar un colectivo pero el sólo echo de gastar en pasaje lo desanimó y lo conminó a caminar, deprisa, sin pausa y evadiendo los semáforos en rojo que entorpecían su camino de casi veinte cuadras.

Estaba planchado, no tenía un duro o casi. Algo de dinero le quedaba aún en el bolsillo, pero tenía que pensar en sus gastos, en los infaltables e imprescindibles cigarrillos y en la presión de su pareja que lo apremiaba con los pagos de cuentas. Mirándolo bien, no eran circunstancias propicias para la compra de un libro, pero este era un caso especial, lo necesitaba; no lo sabía pero se había vuelto una obsesión. Se justificaba en el hecho de que era un gasto necesario; estaba a mitad de un escrito, un relato o algo así y necesitaba demostrarse que podía terminarlo, que sería exitoso y que podría en adelante ganarse la vida con ello. Pero algo lo trancaba, algo, algo que no podía descifrar cercenaba sus relatos cuando iban agarrando vuelo y lo dejaban seco, atónito, perplejo y profundamente deprimido. Esta vez iba a ser diferente, pero necesitaba confrontarse con un relato concluido, de éxito, quizá para revivir su perdida inspiración.

Llegó a la librería cuando faltaban cinco minutos para las ocho de la noche. ¡Hurra!, Estaba abierta. Quizá cerraban a las nueve, pensó, y se dirigió decidido a la góndola que exhibía libros de autores nacionales. Ojeó brevemente algunos tomos que no le interesaron mayormente por que eran de escritores ya viejos y gastados o versaban sobre historia o la contingencia nacional. De pronto se detuvo ante la obra de un novel escritor: Miró la contratapa y quedó complacido con la crítica que se hacía al libro pero cuando quiso saber el precio éste no aparecía: Sabía que había algo que no le gustaba de esa librería: era grande, espaciosa, los libros estaban bien distribuidos y contaban con un stock más que suficiente, pero los libros no tenían precio, ¡maldición!. No era de aquellas personas que se acercan a los vendedores a preguntar nada pues esos tipos eran justamente eso, vendedores. Enseguida tratarían de convencerle de las bondades del libro, de su autor y trayectoria y eso le enfurecía pues él mismo era vendedor y odiaba su trabajo. Tomó otro libro y de improviso las luces comenzaron a apagarse en el instante en que una voz por altoparlante anunciaba el cierre de la tienda y solicitaba a los clientes pasar por caja o, simplemente, retirarse. “Gracias por su visita” finalizaba la voz, anónima y monocorde. Sintió la presión encima y se apresuró a acercarse a un vendedor por el libro que tenía en sus manos.

—Ya estamos cerrando, señor. Desgraciadamente se han apagado los sistemas y no puedo verificar el precio. Por favor, vuelva mañana y gustoso se lo informaré. —Le dijo amablemente el vendedor mientras terminaba de ordenar un escaparate.

—Necesito llevármelo ahora, —insistió el hombre con voz de afectada súplica. Es necesario. Por favor.

El vendedor lo miró comprensivo y se ausentó unos momentos. Unos instantes después estaba de vuelta.

—El libro vale $ 5.900 pesos —le dijo mientras ponía el libro en sus manos.

—Lo llevo.

—Muy bien, acompáñeme —agregó complacido el vendedor mientras lo conducía a una caja en la que un cliente estaba pagando su compra.

—Después del señor la cajera lo atenderá. Muchas gracias por su compra y que lo disfrute. —Terminó diciendo el vendedor y luego se alejó.

El hombre aguardó unos minutos detrás del cliente con el libro en la mano y sin saber bien por qué, depositó el libro sobre un escaparate y salió a la calle.

Estaba frío y no quería volver a casa aún. Miro en derredor y las demás librerías de la cuadra ya habían cerrado sus puertas. Mientras caminaba sin rumbo y ya sin prisa, se acordó que a unas cuantas cuadras de donde se encontraba estaba el Mall del Centro donde seguramente habría una librería que cerraría más tarde. Durante el trayecto pensó en pasar a comer algo pero no logró decidirse.

Al llegar al Mall dio unas cuantas vueltas en vano, no encontró nada. Casi por inercia ingresó a una gran tienda y se decidió preguntarle a un guardia por, al menos, algunos escaparates con libros.

—Cuarto piso, señor. —Le respondió el guardia del local con una voz marcial y potente.

En el cuarto piso descubrió enseguida lo que quería y para su asombro no eran unos cuantos libros sino una pequeña pero bien surtida librería. Hurgó un rato sin preocuparse de la hora y sin tener encima los molestos vendedores y se complació al encontrar varios volúmenes que le interesaban y que más encima tenían el precio en la contratapa. Uno de los libros en particular le llamó la atención; su autora era una joven que no obstante sus veintipocos años ya contaba con varios éxitos de librería y premios en prestigiosos concursos. Lo ojeó un buen rato y la lectura amena y fluida lo fue cautivando paulatinamente. Mientras ojeaba el libro descubrió en una de sus tapas una extraña etiqueta con relieve: “La etiqueta antirrobo”, pensó. Miró furtivamente a ambos lados y se tranquilizó al verse solo, pero encima suyo una pequeña cámara de circuito cerrado lo vigilaba en silencio. Se escabulló de la cámara y con la uña del dedo anular desprendió la etiqueta que guardó en su bolsillo. Un instante después se dio cuenta del error y se apresuró en sacar la etiqueta de su bolsillo. “ Que tonto soy” se dijo con seriedad, y dejó la etiqueta en las páginas de otro libro que guardó en el escaparate. No sabía si lo habían visto y la incertidumbre lo aterró. Estuvo a punto de dejar el botín en el estante pero se armó de valor y se decidió a esperar. Dio algunas vueltas por la tienda simulando interés ya en una prenda de vestir, ya en un adorno o una bicicleta y giró sin brújula durante algunos minutos. Ya decidido se encaminó a la salida y superó la barrera del guardia con marcado nerviosismo. El libro no emitió su famosa señal y bajo el brazo del hombre salió hacia la calle fría y oscura con la sonrisa del hombre por compañía.

El hombre se sentía complacido, tenía el libro bajo el brazo y no había desembolsado un peso para ello. Divagó un rato por la ciudad con sus pensamientos en el libro ajeno y en el propio inconcluso y en la maravillosa simbiosis que lograría entre ambos. De pronto un sobresalto lo hizo detenerse en seco: cuando él fuera famoso ciertamente no le gustaría que alguien le robase su libro de un escaparate. De solo pensarlo se enfurecía. Le estaban robando impunemente y él necesitaba ser escritor y vender libros para ganarse la vida. Giró por las calles con este pensamiento royéndole el cerebro y, como un autómata, sin pensarlo dos veces, intentando borrar las huellas del crimen, arrojó el libro en un basurero y se encaminó a casa.

Texto agregado el 10-12-2003, y leído por 377 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
16-12-2003 solo he leido la primera oracion y ya no pude seguir que hecho para merecer este insipido texto!!! juanilani
 
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