- Han pasado diez años.
- Diez largos años es verdad.
- Las cosas han cambiado.
- ¿Recibiste mis cartas?
- Todas y cada una.
- ¿Entonces?
- Con o sin cartas, las cosas cambian.
- Tienes razón.
- Ya no soy un niño.
- No eres adulto tampoco.
- La cárcel te cambio, te volvió una niñita.
- Dices que recibiste mis cartas.
- Ya te dije, todas y cada una.
- No las leíste entonces.
- ¿Para qué? Para escuchar tus lamentos.
- Viste la última.
- De hace dos meses; decías que volvías.
- Hay otra. ¿Dónde está Víctor?
- No lo veo hace unos días.
- En diez años no se han ido de este mugroso pueblo. ¿Sabes a que vine?
- Te reformaste lo decías en tus cartas. Ahora “ves las cosas de una manera diferente”. Hasta perdonaste a Rafa y a Toño, aunque murieron en su ley.
- Alguna vez fuiste al colegio.
- No me vengas con esas, diez años en la cárcel y lo que se te ocurre preguntar es: ¿Fuiste al Colegio? Por supuesto que no.
- Habría sido una linda manera de aprovechar el tiempo. Yo en cambio leí mucho en la cárcel.
- ¡Genial! Y a mí que me importa.
- Me gustaron los clásicos franceses. Alejandro Dumas es el mejor, es difícil entretenerse en la cárcel. Me gustó sobretodo: El conde de Montecristo.
- Y a mí que.
- Había un marino, Dantés. Fue injustamente a la cárcel, allí aprendió a pensar. En la cárcel uno piensa mucho, no hay nada que hacer, a las cuatro te despiertan y te hacen dormir a las seis. Pero uno no se duerme a esa hora, en lugar de eso se pone a pensar. De tanto pensar, Dantés se dio cuenta de la traición de aquellos que creía amigos.

El joven había intentado mantener la compostura, pero en este punto de la conversación su rostro se transformó en terror absoluto.

- Víctor en cambio si recibió mi última carta. Suplicó como una niñita, igual que tu lo haces ahora.