Un día quise saber si mis celos llegarían al crimen. Si tendría el valor de matar por un pensamiento insano, si las vagas ideas podrían ser más determinantes que el amor...
El club reabrió luego de tantos años, no puedo recordar cuántos exactamente. De jóvenes fuimos miembros, gozábamos de mejores condiciones. Las reuniones se dilataban sin más hasta el amanecer, nos embriagábamos casi todos los fines de semana, estaban de moda las camisas color pastel, las botas y las minifaldas. Las cabelleras peinadas con estilo sin dejar un solo mechón abandonado a la falta de estética.
Ella tenía un extraordinario par de piernas que se doraban con facilidad cuando se posaban al borde de la alberca mientras el resto retozaba dentro. Yo no sabía nadar sin embargo entallado en un short azul, me asomaba por ahí advertido de su presencia; me complacía verla, hasta hoy lo hago sin que se de cuenta. Esos tiempos de voyeur... Nunca pensé que compartiríamos momentos tan agradables juntos, acechándola tantos muchachos, muy adinerados unos, que no vacilaban en ofrecerle invitaciones a cenar, incluso viajes... En fin habían pasado tantos años, la mayoría se fue muriendo: sobredosis o alcoholizados, locos, carbonizados en accidentes de carretera, otros lejos de aquí. Ahora entiendo por qué ella aceptó salir conmigo y no con aquellos que a baja velocidad y subidos sobre la vereda le invitaban a dar un paseo en esos lujosos convertibles que valían lo que una casa.
Siempre fui un observador inmutable ante las tentaciones que en ese entonces eran una moda difícil de desdeñar... Yo lo hice, estoy seguro que eso la cautivó...
El club abrió. Una gran fiesta se daría aquella noche. Era la oportunidad de saberlo, de descubrir hasta dónde podría llegar aunque en el fondo estaba seguro de que no pasaría nada, es decir, iríamos a una fiesta, bailaríamos seguramente y volveríamos a casa tan cansados que no podríamos hacer el amor... Eso sería todo. Una pequeña prueba pensada en la más total inocencia.
A pocos minutos de salir, mientras ella trataba de encajar en aquel vestido dorado la observaba como siempre, no me apetecía cambiarme ni bañarme junto a ella, sin embargo la sencilla idea de imaginar ese chorro de agua caer sobre su cuerpo indistintamente, me provocaba un temblor que partía de mi garganta y me estiraba la piel hasta hacerme abrir por completo los dedos de los pies...
-Ya puedes entrar-, me dijo al termino de su espectacular transformación, como una adolescente que mantiene su pudicia en regla ante la mirada espía de algún enfermo suelto...
Salimos muy tarde. Al llegar vimos el aparcadero rebosante de autos lujosos, los mismos que tenían por propietario a los pretendientes de mi esposa. Volvimos a casa para dejar el auto. Al estar ahí, ella subió rauda a la habitación para verse en el espejo del tocador una vez más, la pude abordar antes de ingresar en ella...
-¿Crees que he envejecido?-, preguntó mientras delineaba sus ojos.
-¿Por qué?-... repuse, incubando una terrible sospecha...
De pronto todo fue rápido. Su andar y su forma de hablar eran las mismas de aquellas mañanas en que los cortejos eran para ella como los saludos. Ya en el taxi su insistencia de ver la hora en mi reloj se hacía cuestionable...
-Estoy muy ilusionada-, dijo.
Al bajar del carro, mientras pagaba, ella no esperó y caminó sin dejar rastro. Había entrado. Le di alcance en la pista de baile, conversaba con un sujeto de camisa celeste: -¿Recuerdas el convertible rojo que me trajo mi padre de los Estados Unidos?-, le preguntó. –Oh, sí lo recuerdo, fue hace muchos años-, secundó ella. En ese momento me acerqué y de inmediato me presentó con aquel tipo... -Entonces te casaste-, dijo él desangelado y se fue a traer una copa de champaña...
No sería el único. Luego de unos minutos se acercaron dos más. El mismo argumento reminiscente del automóvil costosísimo en el que perseguían a mi mujer por los alrededores del club...
Ella se daba la molestia de presentarme a sus decadentes pretendientes encogidos y fermentados por el wisky:
- El es mi esposo... también venía junto con todos nosotros-,
-¿Ah sí?-,
-no recuerdo tu rostro-, preguntó uno de ellos, el de menos estatura...
-yo sí creo recodarte... ¿acaso te has hecho una cirugía en la bolsa de los ojos?-.
El tipo bebió de su copa con evidente descontento y se fue por más; los otros dos se quedaron a recordarnos también cuán galantes se les veía en sus fierros alemanes. Qué estupidez más grande. Estaban todos tan desfigurados, con el abdomen tan crecido y la frente expandida hasta la nuca. Y mi mujer tan igual y apetecible...
La alberca ya no estaba en el mismo lugar, ahora era más extensa y honda. Habían muchos bañándose en ella, aún cuando el viento soplaba las faldas de las mujeres, dejando entrever sus desgastadas piernas, sus flácidos muslos que parecían tener un paso especial, diferente, como si el centro de la tierra las atrajese con impía obsesión.
-¿A qué cirujano le habrá pedido el milagro de reconstruirla?-, se preguntaban todas mientras observaban las piernas de mi esposa. Eso me hacía feliz, fuera de la excitación, era un premio también posible. Sin embargo no solo ellas fijaban su mirada en sus muslos y sus pantorrillas.
-¿De dónde habrán conseguido aquellos trajes?-, parecía preguntarse ella...
-¿Gustas de un chapuzón?-, pregunté inquieto, deseando oír que no.
-¡Me encantaría!-, repuso, emocionada y dispuesta...
Lo sabía, estaba viendo a sus amigos zambullirse en esas aguas cristalinas y burbujeantes, como si brotaran del subsuelo. Quería ir.
Alguien que decía conocerme se nos acercó:
-Hola...¿ le sigues temiendo al agua?-. Pero su rostro era desconocido para nosotros.
–Yo puedo conseguirles trajes de baño-...
-no gracias-, le dije, pero ella insistió. Convenció a mi esposa y la condujo hasta unos baños lejos de la piscina.
Al volver, una bata color rosa la envolvía hasta el mentón, me lanzó una mirada lasciva y se despojó del atuendo como buscando miradas a parte . Su cuerpo seguía ingrávido, sin fuerza magnética alguna que le deformara los muslos ni los glúteos... Mi más apasionada vocación volvió a manifestarse... Pero no era el único, al darme vuelta, más de cien caballeros que fingían beber de sus copas vacías, también hacían de inexpertos voyeurs... Me di vuelta y ella ya rozaba sus blandos senos contra el resbaladizo fondo de aquella poza, entre la gente que frotaba sus cuerpos húmedos sin intención, al nadar tras una pelota quizá...
-Hola-... Nuevamente aquel hombre que antaño conducía un Ford. Batían sus extremidades bajo el agua al tiempo que sonreían, seguramente tratando de recordar momentos que quedaron en desmemoria. -¡Elvia!, grité para pedirle saliera de la alberca, como advirtiéndole que un tiburón se deslizaba tras ella para tragársela. Aunque era un tipo clorado de lunares carnosos en el cuello y frente, sentí como si me empuñaran algo por dentro.
Señalé una mesa que la muchacha anterior había separado para nosotros. Ella alzó un brazo en gesto de breve despedida, era un “anda yendo, ahora te alcanzo”.
De ahí parte la verdadera historia...
El corazón se me encogió de repente, una tristeza y luego la rabia... actuaba todo como un narcótico que me endureció los músculos... Quise que se ahogaran juntos. Sentí que todo el mundo me observaba compadeciéndome de tener una tunanta con la que llevaba treinta años de matrimonio.
Oí el chapotear exagerado de mi mujer, las mismas carcajadas que soltaba cuando jugábamos sobre la cama, cuando cogía sus pies y los despojaba de sus medias... estaba muy feliz ahí, sin preguntarse dónde estaría en realidad yo. De pronto todo apestaba, los cócteles, los trajes blancos, las sonrisas de esas ancianas infelices, la alberca, la banda de música, los mozos pasar y repasar por el mismo lugar tantas veces y ella, ella apestaba, cómo la odiaba. Frotaba y frotaba mis manos; imaginaba arrancarle los brazos, torcerle los pies, estirarle la lengua hasta los senos, decirle puta, zorra maldita, perra ordinaria, porquería de animal, puta una y mil veces, muchas veces, puta.
Cogí la copa la encerré totalmente en mi mano, fijé la mirada en el vino, se movía, habían pequeñas olas ahí adentro como sus senos cuando se baña y se frota el vientre con una malla celeste. Siempre me pregunta por qué la veo tanto.
Sus gritos se siguen oyendo, bucea para encontrar la pequeña pelota roja que han lanzado, mientras todos se benefician de sus nalgas tan conservadas.
Le estiraría los labios rojos hasta arrancarlos... quizá los párpados y las orejas...
-¿Ricardo, amor, de qué labios hablas?-
La muy zorra, se paró frente a mí mientras se secaba el cabello, las gotas me mojaron la camisa. Pregunté por su bata. Un viejo, viejo amigo se la quitó a cambio de que volviera.
-Siéntate-, le dije. Retiré el vaso de la mesa, no quise echarle el vino a los ojos.
-¿Qué sucede?, no entiendo-, preguntó con su voz de puta mal pagada.
-Estúpido es de tu parte fingir que no ha pasado nada-, respondí.
-Esa agresividad tuya me asusta-, volvió a fingir que no entendía... Perra.
-Vístete-,le dije sin verla. Se fue rápidamente a despedirse de John, Richard y Claudio.
Caminé hacia la puerta, el baile apenas comenzaba. Por fin salió. Se amarró el cabello, estaba llorosa. Abordamos un taxi...
Mientras viajábamos de vuelta recordé que alguna vez estuve en un parrillada, me hicieron cortar la carne, finalmente no pude. Quizá fue muy difícil hacerlo o el cuchillo tenía la hoja sin afilar. También recordé que vi una película en la que el asesino mataba mujeres adulteras con navajas de afeitar, les cortaba el cuello delicadamente, cosa extraña, estas no gritaban. Yo iba a matar a mi esposa.
Llegamos. Ella se encerró en el cuarto. No quiso hablar más, no quiso fingir no saber nada. Yo entré a la cocina... Poco a poco las ganas de matarla se iban apagando.
-Recuerda -, me dije a mí mismo.
-Ella nadando de espaldas, rozándose con tantas personas, hablando con sus pretendientes, ahora ancianos de labios resecos y encías moradas... quizá queriendo ser joven otra vez, queriendo ser pretendida nuevamente-...
Cogí un cuchillo, lo afilé. Tenía que ser diferente, imposible de copiar lo que una película, sin sufrimiento tal vez, solo desaparecerla. Esto no sería una venganza vulgar sino una decisión, como el matrimonio. Sin embargo se seguían apagando mis ganas.
Sería terrible ver su sangre en nuestras sábanas, manchas en las almohadas. Hay muchos espejos en la habitación. Decidí ahorcarla entonces.
Me envolví un poco de cable en cada mano, tensé fuertemente y me dirigí hasta la habitación. Toqué pero no quiso abrir. Toqué más fuerte. Por fin abrió. La luz estaba apagada, su silueta reposaba apenas sobre un lado descubierta, seguía con el vestido dorado y el cabello revuelto. No estaba dormida.
-Elvia, Elvia... shhhh. No te levantes, descansa...-
Quiso decir algo pero el cable ya estaba ajustado a su garganta, tensé más y apreté, más fuerte cada segundo, más fuerte, más fuerte... su cuerpo no tembló, no vibró, ni se sacudió, apenas se levantó unos centímetros. Sus manos trataban de arañar mis brazos. Era inútil.
Su cabello se ensalivó, sus dedos poco a poco dejaron de moverse, el anillo que le regalé dejó de brillar... su espalda, rígida dejó de luchar...
-¡Elvia!-...
Le destrocé el cuello, tenía yagas por todas partes, su cuerpo estaba quieto, sin vida. Me eché sobre ella y besé su cabeza. Lloré. No pude creerlo. El cable en mis manos, con su sangre, con pequeños trozos de su piel... Pude haber escapado pero eso no importaba. Continué llorando diciendo: ¡Elvia te amo, Elvia te amo!...
De Pronto sus besos estaban nuevamente en mis labios, tranquilizándome con unas caricias que sus manos recorrían sobre mi rostro:
-Despierta-...
Desperté. Elvia era una anciana. Su vejez me sorprendió, tantas arrugas...Una sobre otra. Su voz parecía escapar de su garganta por algún orificio. Sus ojos estaban reducidos y sus cejas despobladas. Mi frente había crecido un poco, y nuestras manos estaban manchadas. La abracé. Temblábamos mucho en esa posición, luego la besé y cogí un mechón de su cabello, blanco, pero tan extenso como no te puedes imaginar.
-ya es tarde-, dijo ella.
-No importa-, respondí.
-¿Han abierto el club?-, pregunté
-¿el club?-, dijo ella... -tonterías, ya no estamos tan jóvenes-...
-Ya no-
|