Roberto Ramírez Bravo
Había estado lloviendo durante toda la noche y aún por nuestros huesos resbalaban pedazos de tierra fangosa y gotas de lluvia cargadas de oscuridad. Nuestros primeros pasos habían sido vacilantes. Trastabillamos durante cuatro horas hasta llegar a la cantina, cansados, buscando algo para calmar nuestra sed, algo que no era alcohol ni agua y que nosotros mismos habíamos olvidado qué era.
En la taberna había cinco hombres adormilados sobre sus mesas. Al fondo colgaban dos lámparas de modelo antiguo, y la sinfonola emitía una música adolorida. “¿Qué buscamos aquí? Aquí no encontraremos nada”, le dije a Isidro, pero él no respondió porque había perdido la voz cuando las cuerdas vocales se le rompieron una tras otra por haberse atrevido a gritarle a su madre. Me miró con lástima, luego señaló una mesa distante y fuimos a ella. En el camino tropezamos con dos borrachos caídos que no vimos al entrar. Estaban ebrios, pero parecían muertos.
Una mujer avanzó hacia nosotros y nos preguntó si deseábamos tomar algo. No. Nada. Si hubiéramos tenido garganta, quizás habríamos pedido por lo menos una cerveza. Pero nuestra garganta se había quedado en algún lugar que no conocíamos, extraviada, olvidada para siempre, tan lejos de nuestra memoria, que no encontrábamos una explicación para la estupidez de su ausencia.
Isidro me miró con sus ojos de mudo y me dijo sin hablar que ya era muy noche, me señaló con la mirada vacía las lámparas colgando del techo, y se cruzó de brazos como si tuviera mucho frío.
—Pero hombre -pensé, sin decirle-: si hace calor. Además, estamos aquí buscando a Ofelia.
Era verdad. El lo había olvidado. Andábamos buscando a Ofelia para darle un recado de su difunto esposo. Por eso nos atrevimos a salir de nuestro agujero, pero llevábamos ya cuatro horas a la deriva sin que nadie nos diera razón sobre Ofelia en esa maldita lluvia.
La buscamos por mucho tiempo, con miedo y con mucho cuidado, pues nuestros huesos podían desarticularse en cualquier movimiento brusco. Nuestros primeros pasos habían sido vacilantes, hasta que poco a poco tomamos cierta confianza en lo que hacíamos, y cerca de las once de la noche nos acercamos al primer transeúnte que pasó a nuestro lado. Le preguntamos por Ofelia, pero el hombre en lugar de responder, nos miró con espanto y echó a correr, dejándonos sumidos en profundo desconcierto. Estaba lloviendo con toda la furia de la naturaleza, y en medio de la ventisca llegamos a un parquecito de ciruelos donde estaba todo tan oscuro que era difícil ver más allá de dos metros, aunque nosotros sabíamos que no podríamos ver nada porque a nuestros ojos se los habían comido los gusanos desde hacía ya mucho tiempo.
Después seguimos nuestro camino hacia el centro de la ciudad, y como las calles estaban vacías, no encontramos ni un alma para preguntarle nada, pero pudimos volver a aspirar el aroma salado del mar que bramaba alrededor de la costa, tal como lo habíamos visto cuando estábamos vivos.
Más tarde se calmó la lluvia un rato y caminamos por las calles oscuras y húmedas hasta que en nuestro camino apareció la taberna, con su anuncio luminoso y sus puertas desvencijadas, protegidas de las miradas externas por un biombo viejo. Isidro fue el primero en darse cuenta de su presencia, pues había aprendido a reconocerlas con los ojos cerrados en sus tiempos de vivo, además de que nunca pudo olvidar el hecho de que fue en uno de esos lugares donde lo mataron a balazos en una riña sin sentido.
“Una cantina es la vida, pero también la muerte”, me habría dicho si pudiera hablar. Pero la voz era para él un regalo que sólo a veces surtía efecto, y sólo por intervalos cortos, así que había que cuidarla.
En la cantina nos miraron dos borrachos con asombro, como si no alcanzaran a comprender el origen de nuestros huesos descarnados y las cuencas vacías de nuestros ojos. Yo no pude evitar sentir nostalgia por esos hombres que aún circulaban sin sentido por los senderos de una vida vacía de vida.
Una voz de mujer me arrancó de mis pensamientos. “¿De qué andan disfrazados?”, nos dijo. Isidro la miró sin verla. La mujer rio con fuerza. “Les invitaré una cerveza”, dijo. Yo le contesté que no. No podríamos beberla aunque quisiéramos, porque nuestras gargantas se habían quedado olvidadas en algún lugar de ultratumba, pues nosotros estábamos muertos y sólo vinimos a buscar a Ofelia.
-Traemos un recado de su difunto esposo -le dije-. Nos lo dio cuando lo iban a mandar para el infierno porque ya le habían dictado sentencia. Quería despedirse de ella.
—Yo soy Ofelia -contestó la mujer-: dame el recado.
Isidro me miró como reprobando lo que yo iba a decir. La mujer soltó una carcajada.
—¡Muertos! Si tú eres un muerto, entonces yo soy la virgen -dijo.
La miré. Habría dejado algunas monedas de haberlas llevado, pero no podía cargarlas porque en verdad soy un muerto. Isidro me acompañó al salir y la mujer continuó riendo como si le dieran cuerda. La calle estaba húmeda por la lluvia, que ya había cesado, pero supimos que debíamos encontrar a Ofelia lo más pronto posible pues en un momento más empezaría a amanecer y nuestra licencia se habría terminado.
Ofelia había sido la lideresa en el partido, y había escapado cientos de veces a la policía que puso precio a su cabeza, después de la huelga de taxistas en Acapulco. Pero ahora nadie la recordaba, al parecer, pues en medio de la lluvia su recuerdo se había perdido. Ofelia... Cuando todavía estábamos vivos, y antes de que formáramos el partido, ella iba con nosotros y Onésimo a la playa, y entre los farallones nos poníamos a buscar cucarachas marinas y cangrejos. Entonces todavía estaban los árboles junto al mar y el monte era un refugio para nuestra soledad. Pero estábamos vivos, y eran otros tiempos. Ahora estamos muertos y Ofelia no sé dónde estará.
Isidro me llevó por los caminos que él todavía recordaba. En las calles había luminarias nuevas y las casas habían sido cambiadas de sitio, de modo que las azules estaban con las azules y las rojas con las rojas, y no había espacio para las casas de cartón.
El mar se fue metiendo por nuestras cuencas vacías y otra vez lo vimos con ojos de vivos a través del recuerdo. Era un mar tranquilo y negro bajo la noche, en el cual solían cantar aún las sirenas del infortunio.
—¿Te acuerdas, Isidro, las fiestas que hacíamos en la playa bajo las estrellas?
Isidro no me escuchó. No sólo porque estuviera muerto y sin oídos, sino porque en esos momentos estaba pensando en otras cosas. En Ofelia, en los enfrentamientos que tuvimos con la policía cuando intentaron desbaratar la huelga, y los dos meses de silencio que dejamos transcurrir ocultos en el monte, acosados por los mosquitos y las culebras. Isidro había sido siempre muy callado, por eso yo aprendía, cuando todavía estábamos vivos, a leerle el pensamiento. Cuando no estaba triste porque no tenía mujer, se dejaba arrastrar por la nostalgia de los tiempos de su infancia, o se preocupaba por hacer estallar la huelga antes de tiempo, y en medio de las parrandas desenfrenadas evocaba los días en que su padre le despedazaba a cinturonazos el lomo a su madre. O a veces decía simplemente que era hora de acabar la fiesta porque ya era noche y hacía frío, y destruía el interruptor de la luz, tiraba las mesas y rompía los discos sólo para salir a la calle e ir cantando hasta su casa. Pero eran otros tiempos, y estábamos vivos todavía.
Seguimos avanzando en la humedad de la madrugada, hacia el lugar en donde en otras épocas había estado La Garita, y el mar se fue haciendo lejano y fantasmal. En eso íbamos cuando un auto se estrelló junto a nosotros contra un poste del alumbrado público y un hombre salió pidiendo auxilio.
—Por favor -dijo-, me estoy muriendo...
Tenía el pecho desgarrado y la frente sangrante, buscaba con los ojos un ser vivo, hasta que nos vio, inmóviles, muy cerca de él. Entonces le gritó a alguien que aún permanecía en el automóvil.
—Es la muerte que me mira con lástima.
Al poco rato llegaron dos patrullas, cuyos tripulantes descendieron para corroborar que el hombre estaba muerto. Isidro me hizo señas. Era verdad: uno de los dos policías había pertenecido en otros tiempos al gremio de taxistas en huelga. Se llamaba, creo, Ramón, y había matado a su padre por accidente con su auto cuando aprendía apenas a manejar. Estuvo preso tres años y luego se reincorporó al medio para vivir.
—Vámonos -le dije a Isidro-. Tenemos que encontrar a Ofelia.
Pero era tarde, porque él, vencido ya por la nostalgia de los vivos, se fue acercando a los uniformados hasta que éstos contuvieron un grito de espanto al reparar en su cuerpo sin carnes, en el cráneo pelado, y en las cuencas cuyos ojos habían sido devorados por los gusanos varios años antes.
La calle estaba sola cuando los hombres abrieron fuego sobre nosotros sin decir palabras y nuestros huesos tronaron como explosión, desparramándose por el piso. Desde el coche una mujer lanzó un gemido, pero aquellos seres que todavía estaban vivos y todavía tenían miedo de la muerte, no pudieron escucharla porque emprendieron una veloz carrera para escapar de nuestra presencia, pero sólo consiguieron estrellarse unos metros más adelante con un auto que viajaba en sentido contrario.
Encontramos a Ofelia casi al amanecer y quisimos contarle que habíamos perdido una hora tratando de organizar de nuevo el desbarajuste de nuestros huesos, pero fue inútil, porque el plazo se había extinguido. Cuando por fin estuvimos completos otra vez, cruzamos los callejones oscuros y las barrancas de aguas negras donde los gatos se erizaban y los perros aullaban de espanto con tumulto de ladridos y ruidos diversos que denunciaban nuestro paso.
—¿Crees que la encontremos? -me había dicho Isidro.
—Ladran los perros -dije, y sin quererlo recordé a Cervantes.
Fue en ese momento cuando caímos en la cuenta de que habíamos quedado con los cuerpos cambiados, como si yo fuera él y él fuera yo, y empezamos nuevamente un lento intercambio, hueso por hueso, hasta completar todo el esqueleto y ser otra vez los mismos.
Caminamos. La búsqueda había empezado a pesarme a mí también y llegué a preguntarme si no habría sido inútil todo nuestro esfuerzo, porque pronto amanecería y no habíamos encontrado aún a Ofelia.
Una mujer que acertó a pasar junto a nosotros cayó muerta al vernos, sin emitir ningún sonido.
Nuestro paso era cada vez más lento y cada vez más cansado, y sentíamos la misma sed que al principio de la noche, una sed que no se podía calmar ni con agua ni con alcohol, ni con ningún artificio de vivo, sino con otra cosa que nosotros no sabíamos o no recordábamos en ese momento qué era.
Habíamos andado ya tantas horas, y la noche era tan larga, que las primeras luces del alba nos sorprendieron aún con la firme convicción de que nunca amanecería. Yo quería volver a ver la luz del sol, pero Isidro me insistió en que debíamos volver, porque el plazo se había terminado. Quise llorar pero fue imposible, porque hacía mucho tiempo que no tenía ojos y mi cuerpo era sólo un montón de huesos carcomidos por las inclemencias de la muerte.
Entonces la vimos, justo antes de volver, tras un jardín.
Era Ofelia, con una bata blanca que cubría su embarazo. Tenía los pómulos salidos y el perfil afilado por la soledad. Era la misma, esbelta e imponente, de los tiempos de la huelga.
El viento empezó a correr despacio, en cuanto los primeros rayos del sol surcaron el aire.
—¡Hey, Ofelia! -le grité-. Traemos un recado de Onésimo.
Ella escuchó mi voz y volteó para verme, pero no pudo hacerlo porque en ese momento una luz diáfana nos hizo invisibles al tocarnos, y antes de desaparecer para siempre alcancé a gritarle:
—Que si es niño, se llame Rufino, y si es niña, Ofelia.
Fue todo. Quise contarle que su esposo había sido condenado al infierno, que es el lugar a donde van los justos desde que el diablo le ganó a Dios la batalla y gobierna en el cielo y en la tierra. Quise hablarle de mi nostalgia por los vivos. Quise llorar, pero todo era ya inútil, porque el rayo de luz nos condujo de regreso a nuestras tumbas, y nos sumió para siempre jamás en la inconsciencia de la muerte.
* El presente relato forma parte del libro Sólo es real la niebla
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