El último café
¿Cómo sobrevivir día a día sabiendo el momento exacto de nuestra muerte? Constantina Rivadavia lo venía haciendo desde siempre, como si en su calendario personal marcado en rojo y decorado con floridas coronas el día 21 de julio de 1985 finalizarían tantos años de inútil espera. Siempre pensó que la expectativa fue desmedida, inaguantable a veces, tortuosa otras, pero más que nada de total aprendizaje (por lo menos lo fue para Constantina) y de perfeccionamiento en el complicado arte del sacrificio.
Entrado el mes de julio de ese año extrañamente frío, las cosas no variaban a las de tiempos pretéritos, la rutina monótona y asfixiante, instalada en el 406 de un edificio del centro de la capital, se repetía desde hace 20 años y se le podía dividir en tres cuestiones particulares; el desayuno, el agobiante jornal de trabajo y el último café del día. Cada actividad necesitaba de la otra, no cumplir con una de ellas provocaría el rompimiento de su triste realidad.
Aquella mañana invernal, húmeda y gris de julio, el desayuno sería algo ligero, una taza de leche fresca a medio calentar, un pan con mantequilla y mermelada casera de naranjas, un vaso de jugo de toronja y la eterna compañía de Titi, su rechoncho gato. Sobre la mesa primitiva descansaban dos tazas de leche caliente que se iba enfriando a medida que demoraba en alistarse para el trabajo. Una vez listo el dormitorio y despierto el minino, Constantina se dirigía a la panadería de la esquina para comprar el pan y el atún. Su vida era como una eterna cinta de video a la que una mano invisible rebobina a media noche y por la mañana presiona play y deja correr la película, cada paso era idéntico al anterior, cada bostezo duraba lo que duró el día pasado, cada palabra estaba medida de forma milimétrica, a cada persona le correspondía un grupo de consonantes y de vocales, mas nada pues eso podría romper con la perfección adquirida con tanto trabajo en tantos años de aprendizaje.
Camino a la panadería, bajando primero las crujientes escaleras circulares, dos personas aparecían en su camino; Alma de Dios, una viejita marchita que alimentaba a los animales del edificio cada mañana dejando mendrugos de pan seco remojados en leche. A la señora le eran deparadas no menos de sietes palabras en orden alternado como imitando un escueto diálogo.
-buenas Alma- saludaba sin detener su descenso de escaleras.
-buenas hijita, cómo has amanecido- preguntaba sin posar siquiera un segundo la vista en ella.
-con frío- respondía siempre antes de dar la vuelta al siguiente nivel.
-este clima no lo deja a uno vivir- contestaba mientras acariciaba a las ratitas blancas del portero que comían alegres del humedecido pan.
-sí- decía perdiéndose por la baranda en mitad de los dos pisos.
-así es hijita, bueno mejor te cuidas ¿si?, adiós- se despedía sin atravesar la puerta de su casa, en ese momento dos gatos callejeros se acercaban al gran tazón haciendo huir a las dos ratas. Más tarde llegaría un pekinés aleonado y el círculo se completaría por ese día.
La otra plática se daría en el portón del edificio, con Mateo Santo, el portero y jefe de mantenimiento del edificio. Con él podía romper lo estricto de su vida, a veces las conversaciones se salían de curso y duraban algo más de lo acostumbrado, cambiando el mero coloquio superficial por una conversación mucho más seria y extensa. Ese día no pasaría eso, por primera vez en el tiempo que tenía viviendo en el edificio Mateo no estaba en el protón como siempre concentrado en un difícil crucigrama gigante o leyendo algún libro de historia natural. Esa mañana bajo la puerta sólo estaba el periódico matutino sin ojear y el último lapicero que había adquirido meses atrás. Constantina entró en pánico unos segundos, hasta antes de encontrar un papel sobre el crucigrama sin resolver, era una nota escrita por Mateo Santo, en la que se disculpaba por no recibirla como cada mañana en el descanso del edificio y privarse –creo yo- por primera vez del hermoso sonido de su voz. Esta nota alivió a Constantina quien se reinició luego el camino a la panadería recordando que los invitados llegarían después del almuerzo y le faltaba arreglarse para la ocasión, el vestido estaba planchado sobre la cama, los zapatos bien lustrados y la cita en la peluquería a las dos de la tarde programada, salvo algunos detalles todo estaba saliendo como lo había planeado desde hace mucho tiempo atrás.
Toda el salón esta lleno de invitados, todos estamos ahí, la tía Rosa, el abuelo Harry, hasta los primos lejanos de aquel viaje a la selva, todos, incluso las mascotas preferidas de Constantina, Zelma la gata angora, Rico el lorito cabeza azul y su siempre recordada Lupita la hámster. Logré reconocer a dos primas suecas o noruegas, escandinavas al fin, sólo de ascendencia, nacidas aquí en el país pero radicadas en Europa debido al trabajo de diplomático de su padre quien no se encontraba presente, seguro estaría hundido en su oficina en Bucarest o de viaje al Cairo en compañía de su nueva pareja, su eterna secretaría. Miraban desde el balcón a la calle como cosa extraña, escondiéndose tras las cortinas de lino como si no quisieran ser reconocidas por alguien allá abajo. El tío abuelo Rudesindo escogía un disco de la consola, luego seleccionaría uno de jazz y las trompetas negras sonarían junto al piano salvaje y las parejas de baile iniciarían la celebración antes de tiempo. El primo Rubens preparaba cantidades de ginebra y whisky, así como ponches típicos a base del aguardiente nacional. Las viejas fotos que decoraban el piano eran recuerdos de familia, Constantina elegía muy bien qué fotos mostrar y cuales ocultar en el profundo baúl de los olvidos, estaban todos, excepto la foto del diplomático y la mía. En el centro del bosque de marcos dorados resaltaba la foto de su esposo, Spencer Brody, un marino inglés que conoció en el puerto, en una de esas salidas a almorzar y del cual se enamoró perdidamente contemplando el ocaso en las tardes benignas cerca al mar.
Lo perdió hace varios años, en uno de esos viajes lejanos que todo marino hace, en puertos desconocidos, en medio de una tonta guerra a causa de un balazo en pleno pecho. Estuvo sola sobreviviendo con el dolor de la pérdida por muchos años, en los cuales estableció la rutina que hasta el día de hoy cumple a cabalidad. Yo llegué hace un par de años a su vida interrumpiendo la monotonía de sus días, provocando un desbarajuste en su vida, fueron meses de alegría al fin, los gocé y ella también, lo puedo asegurar, pero como todo, llegó a su fin. Recuerdo la última mañana que despertamos juntos, habíamos hecho el amor durante toda la noche entre el calor de velas encendidas y nubes grises de inciensos hindúes, amanecimos desnudos sobre la alfombra gruesa de la sala abrazados bajo la sábana plateada que le di el día de nuestro primer aniversario, el frío del invierno descansó ese amanecer para darle breve paso al sol que no se mostraría así hasta mediados de primavera. Y es que uno se entrega todo pero las vueltas del destino algún día tienen que detenerse apuntando hacia alguna parte, tuve que dejarla esa misma mañana, a mitad de un desayuno cancelado, con el sol apagándose poco a poco en lo alto y el llanto de un corazón doblemente quebrantado.
Tal vez por eso no aparezca en las fotos, seguro lo merezco, no lo sé, pero por lo menos permitió que hoy esté como invitado a esta gran celebración junto con todos sus seres queridos.
Spencer estaba parado junto a la puerta del dormitorio bebiendo un largo vaso de whisky puro, no hablaba con nadie, no tenía por qué hacerlo, no estaba de acuerdo con esta reunión, pero qué otra opción tenía sino era presenciarla en lugar privilegiado. Nunca compartimos copas, no habría porqué hacerlo, nunca nos conocimos, pero compartimos el mismo amor por la única mujer que deslumbró el camino en nuestras vidas.
Constantina regresó de la peluquería, estaba hermosa en ese vestido de encajes bordados en lentejuelas platinadas, los zapatos brillaban como un lucero dentro de una caja negra, el peinado levantado dejando a la vista su cuello de cisne, hacía resaltar aún más su escondida belleza. En la cocina las ollas de sancochado y el asado hervían la cena a fuego lento, todos estaba saliendo como estaba planificado, las cosas estaban transcurriendo por buen camino.
La mesa estaba servida y humeante, todo iba saliendo bien, la familia bailaba alegremente en el gran salón oscuro, Constantina permanecía sentada en la mesa enroscada en la cena y contemplando la taza de café. Spencer seguía en la puerta del dormitorio sin dirigirse a su amada, estaba en desacuerdo con tanta algarabía y lo demostraba bebiendo sopesadamente del vaso de licor. Yo por mi parte no sabía como dirigirme a Constantina, pensé en idear un plan para el acercamiento, debía ser casual, nada obligado ni obvio, pensé en un tropiezo repentino, terminé por rechazar esa idea. Me dispuse luego acercarme lento hacia la mesa y ofrecerle una copa de champaña, muy novelesco, lo objeté al instante. La noche se adentraba y la fiesta seguía su curso natural, con Spencer callado y conmigo tratando de acercarme a ella. El reloj pendular marcó las once, la hora del acostumbrado último café del día, Constantina utilizó el sonido de las campanas para verter el cianuro dentro de la taza caliente, una mínima mancha de burbujas blancas se formaron sobre el negro líquido, una vez terminada la onceava campanada y quieto el péndulo Constantina bebió de un sorbo largo y oblicuo el líquido contaminado que a la postre sería -para siempre- su último café.
Al final, uno a uno acudimos sus fantasmas más cercanos a la celebración de su muerte. No habían lágrimas rodando cuesta abajo en el gran salón oscuro, sólo la justificada espera por la muerte que llegaría al termino de la noche invitada por quien estaba a punto de ser su próximo huésped.
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