Lo descubrió mientras se bañaba; del tamaño de la cabeza de un alfiler, en el brazo izquierdo, justo abajo del hombro. Un barro, se dijo. Se desentendió del asunto, pero mientras se vestía lo notó más grande; no mucho ¿o era su imaginación?
Cuando desayunó, pasó la mano descuidadamente y se sorprendió. No era su imaginación; ya era del tamaño de un chícharo. Se miró, una pequeña protuberancia, como una montaña a escala, pero no era el volcán típico de los barros.
Al llegar al trabajo sintió que algo le estorbaba, como si en el brazo izquierdo la camisa estuviera mal cortada. La bola ya era del tamaño de una canica algo grande. Y al salir de comer parecía una bola de billar, y una bola de golf cuando regresó por la tarde a la oficina.
Esquivó algunos comentarios de sus compañeros. Para ese momento la manga de la camisa, del lado izquierdo, yacía en el bote de basura. Y pegada irreverentemente de su brazo una bola de tenis algo desfigurada parecía burlarse de él. No se dejó provocar y fingió demencia.
Al llegar a su casa parecía llevar un balón de futbol ligeramente alargado, con cinco protuberancias alargadas. Cenó con el brazo izquierdo apoyado en la mesa, pues la sandía pesaba mucho y se movía como demente. Las protuberancias parecían tener vida propia y, para ese momento, se veían articuladas.
Se acostó cansado de tanta irrealidad. En el brazo la cosa crecía y crecía. Las protuberancias se habían transformado en brazos, piernas y cabeza con una cara muy parecida a la de él.
Finalmente creció lo necesario y se separó de su brazo. Se levantó. Le pidió prestada su ropa, se vistió y se despidió con un movimiento de cabeza. Al fin pudo descansar. |