En una noche de terrible insomnio, donde los pensamientos me atormentaban, parí este cuento, que me ayudó de terapia. No tanto para reconciliarme con el sueño, sino para mitigar mis demonios
Tenía los días contados (setecientos treinta). Aquel 26 de febrero, luego de la sentencia que limitaba su vida en dos años, Saturnino se sentía mas mortal que nunca. Saber que la muerte ronda en cada hora, en cada minuto es una certeza que él ha sabido sobrellevar o por lo menos soslayar, pero saber el día y el momento preciso de su muerte; la certidumbre que pasado el momento no estaría Aquí y lo mas angustioso no saber si estaría Allá. El temor de convertirse en nada lo postraba en el pánico y dejaba en sus hombros una agobiante carga.
Desde la tarde del domingo 26 de febrero no se reconciliaría nunca más con la vida paralela de todas las noches, no se reencontraría con las fantasías tan reales que sólo los sueños te pueden otorgar; se olvidaría de dormir.
No se percató de la ausencia de sueño las dos primeras, quizás tampoco la tercera noche, motivo de la angustia sofocante de su final.
Luego empezaría por desear desesperadamente soñar y liberarse aunque sea por unas horas de la abrumadora realidad. Quizás esas noches soñaría en tormentos; no tendría otros que pesadillas, causa de la ineludible condena, mas esto no importaba.
Probó de todo para curarse del maldito insomnio patológico: desde baños con agua de manzanilla, efusiones de valeriana hasta los más potentes somníferos, llegó a acordarse del consejo de su abuelo. “para curar el insomnio; no hay como una noche de sexo salvaje para dormir como un bebe” todo lo probó y nada. Parecía que estaba condenado también al desvelo eterno
Distinguía con total nitidez el frotar de los élitros del grillo, el tictac infinito del reloj, el goteo incesante del caño, su respiración imperceptible, los ruidos internos de su organismo, el zumbido del más minúsculo mosquito, nada escapaba de la percepción de sus sentidos en las interminables noches de vigilia.
Hubo noches en la qué se olvidaba la raíz de su mal, ya no pensaba en los días que le quedaba por vivir o en el tiempo que lo acercaba a su óbito, sino se quedaba cavilando en la agripnocoma perniciosa que no le daba tregua. Recordaría con extraña nostalgia las noches en la qué cerrando los ojos se desvanecía asía un mundo que para él ahora le era ajeno. Recordaría por ejemplo la imagen tan lúcida de su padre muerto, los diálogos tan vividos con su madre también difunta, los logros que en la vida real eran frustraciones, los besos y las carisias de la mujer deseada; pero también recordaba, no con menos añoranza, sus pesadillas, que cristalizaba los momentos difíciles de su vida, sus temores más profundos y los sueños más irracionales e inverosímiles de esas noches que para todos los mortales son tan comunes y no reconocen la magia que el ha descubierto por fuerza
Pasaban los días y las semanas sin encontrar cura a la agripnia que aquejaba. Poco a poco se resignaría al desvelo, se acostumbraría a levantarse de la cama sin haber dormido. Hasta que posteriormente, no supo como ni cuando, empezó a sacarle beneficios a su insomnio.
Se dejó atrapar por la lectura leía todo lo que encontraba a su mano; recibos de cuentas, volantes publicitarios, enciclopedias, periódicos de años anteriores, novelas…pero lo que lo que le apasionaba era la filosofía. Se abstraía leyendo a Sócrates, Kant, Nietzsche, Heidegger, Descartes, Camus… Dialogaba imaginariamente con Sócrates sobre la ironía y la Mayéutica, le fascinaba la moral revolucionaria de Nietzsche, se sentía inclinado por el existencialismo, los juicios y las categorías kantianas le parecían geniales, encontró solución al problema de Zenón con respecto a la carrera entre Aquiles y la tortuga, Eráclito y demócrito eran, para él, hombres de otra época.
Empezó a gustarle cada vez más las salidas nocturnas, donde conocería una amplia gama de seres noctámbulos: bohemios, parroquianos de los más heterogéneos bares, prostitutas de pintorescos burdeles, poetas atormentados, embaucadores y vagabundos, delincuentes de diversas calañas. Individuos abigarrados, heterogéneos, que confluían en momentos que el resto de mortales duermen. Estos seres vampirescos de historias delirantes, como la suya, se convertirían en su mundo en esa etapa de su insomnio.
Se haría abstemio por una mala experiencia (luego de una borrachera, la resaca le parecía infinita).
A causa de su permanente lucidez desarrolló un inusitado vigor sexual; satisfacía hasta el hartazgo a dos o tres mujeres al mismo tiempo.
Para el día le era suficiente dos o tres horas de descanso y a veces ni eso…
Sábado 23 de febrero, 8:07 de la noche Saturnino lee “El Miedo A La Libertad” de Erich Fronm y mientras va pasando las hojas se le empiezan a relajar los músculos, los parpados le pesan, en el justo momento en que fromn habla sobre los vínculos primarios la pesadez de su cuerpo es total; son los síntomas tanto tiempo esquivo del sueño que él no logra identificar. La lectura empieza a ser confusa. En su mente, los pensamientos resultan etéreos; ya le es imposible mantener la cabeza erguida y los ojos abiertos. Y, de improviso, el resto de su cuerpo cae pesadamente sobre el sofá. A las 8:16 de la noche, sin tiempo a darse cuenta, Saturnino se quedó dormido.
El sueño sería largo y complejo y se dividiría en una serie de innumerables sueños. En éstos convergerían incontables personajes ficticios y reales. La fantasía se conjugaba con la realidad. Desfilaron en este fárrago quimérico todas las personas que había conocido hasta ese día. También se colaron personajes de novelas que le habían impactado, autores de libros que había leído, otros sujetos que nunca había visto en su vida pero estaban presentes.
Los pasajes del sueño resultaban verídicos todos los placeres eran tan corpóreos; el dolor, tan sensitivo; las sensaciones afloraban, como nunca brotaron en la realidad.
Imposible que se halla acordado de todas las quimeras; pues algunas fueron de duración efímera (de dos o tres segundos) otras, por el contrario, duraron un gran trecho del sueño. Entre ellas advirtió la presencia de sus padres, en los desayunos matinales, la felicidad en amores frustrados de juventud, los placeres carnales con voluptuosas mujeres, animadas tertulias con Sócrates, riñas callejeras con vagabundos de bares de mala muerte.
En la última etapa del sueño se encontraría con Camila, la mujer con la que fantaseó varias veces casarse, en un lugar que no llegaba a identificar. La charla, más que animada, era nostálgica, con un casi imperceptible tufillo de arrepentimiento. De esa conversa pasaron a abrazarse y mientras más intenso se hacia el abrazo el sueño empezaba a diluirse. Hasta que finalmente, a la 1:23 de la tarde del martes 26 de febrero (fecha en la que se cumplía el fatal plazo), ancló, sin quererlo, en la realidad. Durmió ininterrumpidamente más de dos días y se despertó con el sabor del vino en la boca, que en sueño había tomado, y con la fragancia del perfume de Camila en su cuerpo.
Faltaba cuatro horas y siete minutos para que rinda cuenta ante su verdugo; pero quizás, y sólo quizás, todo aquel tiempo (los dos años) habría sido el más largo y complejo de sus sueños y éste último era un sueño dentro de su sueño; o quizás, aun no despertaba de la complejidad de su quimera. Sólo llegado el momento lo sabría…
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