Un día por una calle solitaria me encontré un pequeño libro, tirado cerca de un cesto de basura, junto a un parque desolado. Me pregunté quién podría haber olvidado aquel libraco. Brillaba alucinantemente y en su portada podía leer lo que guardaba en sus sucias páginas. Los mensajes pasaban con letras rutilantes. Me acerqué sigilosamente. Lo abrí y una luz resplandeció sobre mi rostro. Quise cerciorarme si tenía algún nombre, una dirección para devolverlo. No encontré nada. Entonces, viendo que nadie pasaba y solo en el parque, viendo caer las hojas secas de los árboles me dispuse a leerlo. Me repatingué en una banca barroca y dura, no muy cómoda, aunque no creía que fuera necesario, ¡para lo que leería!. Las fechas comenzaban de quince años atrás. Las anotaciones eran breves y distantes entre cada una; en un mes veía que solo se habían escrito dos párrafos, con una prosa lacónica. ¿Por qué? –me preguntaba. Seguí ojeando y leyendo. Me reía de lo que este tipo había escrito, de sus tonterías, de sus estupideces. Mi rostro cambió cuando leí el acíbar de esas hojas. Se me hizo un nudo en la garganta y quedé absorto. Las lágrimas brotaban de mis ojos negros, corrían vertiginosamente hasta surcar mi barba y mi cuello; se absorbían y se consumían ante cada palpitar de mi corazón. Lágrimas y melancolía escocían mi corazón. Seguí así hasta las últimas páginas, hasta darme cuenta de que el diario que leía y del que me mofaba y me atribulaba, era… era… era mío. Mi corazón no se pudo contener más. Pedí perdón a mi mismo, a mi diario, a mi vida. Lloré, lloré a hiel. Lloré y morí. Morí por no resistir. Me maté yo mismo. Sí, yo mismo, porque no soporté ver mi vida tirada en un parque, en un libro que desprecié, tanto como mi propia existencia. Por hallarme y hallarlo en un lugar denigrante para mí; en un lugar sucio, insano: en la basura.
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