Sus manos huelen al ajo de la tortilla y se sienta a descansar, los ojos pesados de tristeza. Con la diestra de uñas largas se toca el seno izquierdo y le cuesta sentir su corazón latir. Luego posa la siniestra sobre su barriga y se imagina que, tal vez, también hay allí otro pulso latiendo.
Lagrimas grandes y redondas resbalan por sus mejillas y van a caer sobre el mantel.
Más tarde una mosca se parará sobre las huellas húmedas en la tela.
No es que sea infeliz. Porque para serlo, ¿no debería saber primero cómo es ser lo contrario?
Su vida ha sido buena. Siempre ha sido buena.
Una familia grande, amigos que la apoyan. Una casa amarilla y un perro en el jardín.
No sabe a ratos por qué se siente como se siente, pero después están esos instantes nítidos en que está ahí la certeza y lo único que quiere es encogerse dentro de sí misma y borrarse un rato.
Desaparecer, entiendes, no es mucho pedir.
El otro día fue a la iglesia. Caminó por la vereda bajo la sombra de los árboles y contó en el trayecto dos capillas más.
¿Por qué hay tantas?, preguntaría más tarde.
Una pertenece a la congregación de esa escuela, la otra a la comunidad. Esa de ahí es la nueva, la del sector. Esa sí es la oficial.
Pero al final, no contestaba su pregunta.
No importa tampoco. Le gustan. Los cristales de colores, las figuras de la Pasión.
Cuando entra a la iglesia agarra los dedos de la estatua a su derecha.
No sé, Padre., había murmurado a través del velillo. A veces pienso que no soy feliz.
Había apoyado la frente en la madera, de rodillas en el confesionario. Pero es que no era horario de confesiones, el cura nunca había estado presente para empezar.
De vuelta al hogar patea las hojas sueltas sobre el cemento, como lo hacía de pequeña.
Pisa la más grande y crujiente que encuentra, evita las verdes que cayeron antes de tiempo. Un señor la mira al pasar y ella se da vuelta en la otra dirección.
Estás cada día más bonita., le dice una amiga de su madre en la hora del té.
Le sonríe como sabe que debe sonreír. Y se pregunta si es eso cierto.
¿Tú crees que soy linda?, le había preguntado una tarde, el corazón en la garganta, el borde de su falda cayendo ligero sobre sus rodillas.
No., había respondido él. No creo que seas linda.
Y era todo tan estúpido que le habían dado ganas de gritar y cuando él la abraza luego y le dice que piensa que es más que eso, que es preciosa, lo resiente. A él y a sus bromas idiotas, y a su manera de hacerle perder la fe y el control con tan pocas palabras.
No creo que seas linda., había sonreído contra su cuello, el aliento cálido, el escalofrío completo.
Y no sabe si es feliz o si es infeliz o si debería decirle o quedarse callada o tal vez pedirle ayuda a una señora que sepa algo sobre las hierbas que hacen que la vida deje de ser tal. No sabe nada últimamente y tal vez es por tonta, tal vez es por ignorante.
Se toca el pecho por las mañanas, se mira al espejo esperando ver una señal, ¡algo!, que le diga que las cosas están cambiando, que la calidez del otoño por fin pasa a ser frío de invierno, que su estática burbuja de comodidad de insensibilidad se triza como un vaso que se resbala de las manos y cae sobre el piso. Sobre el piso de la cocina.
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