El anciano estaba por cruzar el puente cómo lo hacía todos los días. Era un día como cualquier otro, sólo esperaba seguir con la rutina hasta descansar junto a su esposa. Cruzó el puente a un paso veloz, y una bocina lo hizo mirar detrás de sus espaldas. No ocurría nada extraño, pero advirtió a un muchacho con una mochila sentado en el borde del puente, con sus piernas pendiendo al vacío. El anciano se asustó, estaba a punto de ver un suicidio. Corrió hasta unos metros antes de llegar a dónde estaba el adolescente y se detuvo. Pensó que si lo asustaba, el joven se lanzaría por el precipicio sin pensarlo y caería sobre la hierba, unos veinte metros abajo. El anciano con esmerado cuidado lo llamó.
- Joven, joven, ¿Puedo sentarme a tu lado?-, se atrevió a decir el anciano.
El muchacho volteó para ver al anciano, asintió y volvió a mirar el precipicio. El anciano, suavemente se acercó y se sentó a unos centímetros del adolescente. De modo que el joven no emitía palabra alguna, el anciano comenzó a hablar.
- ¿Que problemas te torturan? ¿Que te inquieta tanto a tu edad? ¿Será amor, será algún problema familiar? Todo tiene una solución, si la queremos encontrar. Yo que he vivido mucho, he perdido a mis padres, el amor siempre me trato de mala modo, mucha gente me ha torturado, he vivido injusticias en carne propia y creí por mucho tiempo que el mundo era un desperdicio camino a la destrucción-, el anciano quería convencer al joven de alguna manera, y esa manera era relatar su vida, una vida ardua como gran parte de este mundo la tiene o la tuvo.
El anciano tragó saliva, tosió dos veces y prosiguió.
- Sin embargo pienso que la vida y esta tierra son bellas. Uno se tiene que centrarse en las cosas que salen bien. Centrarse en el amor de un amigo, en la caricia de un padre, en el consejo de un ser querido, en el beso de un amor, en una reflexión que nos ayude a resolver un problema, en dar una moneda a un vagabundo. Y ser feliz de las pequeñas cosas porque son las que en realidad valen la pena. Es hermoso animarse a cambiar, correr y reír al mismo tiempo, cantar bajo la lluvia, bailar hasta que se nos acabe el aire, llorar cuando se lo desea, morder un caramelo cuando le queda muy poco sabor, abrazar a un ser querido.
El anciano notó que una lágrima cayó al vacío, y fue a parar a un arroyo que surcaba una ladera muy allá abajo. El viejo se preguntó si estaría haciendo mal las cosas. Comenzó a inquietarse, el corazón comenzó a latir con mucha potencia. Sin embargo observó que el joven esbozó una sonrisa de oreja a oreja.
El joven con la cara empapada en llanto, miró al anciano y le agradeció con una sonrisa. Inesperadamente el muchacho comenzó a reír a y dejó caer su cuerpo al vacío. El viejo recibió un golpe de susto. No lo podía creer. Estaba ante una horrible desgracia. Sin poder caminar con normalidad el anciano se asomó al borde del puente.
Esperando lo peor, logró ver cómo la mochila que llevaba el joven, se abría como una bolsa y dejaba a la vista un inmenso paracaídas con los colores del arco iris.
El muchacho con todo el viento en la cara pensó en lo hermosa que era la vida. Muchas dificultades se habían cruzado por su vida, pero en vez de desmoronarse y darse por vencido, con voluntad y optimismo logró superar cada escalón movedizo. Cuando finalmente aterrizó, dobló su paracaídas, lo metió en la mochila y regresó a casa. Por la noche, tendido en su cama, se acordó del anciano y de sus hermosas palabras que lo emocionaron hasta las lágrimas, pero no pudo comprender porque y con que fin le había hablado. Reflexionando, se durmió feliz.
El hombre grande, con el sólo hecho de ver el paracaídas, se dio cuenta de que había imaginado todo y que había sido un equivocación, un mal entendido. Terminó de cruzar el puente, rumbo a su hogar, pensando en que hacía mucho que no recordaba las cosas bellas de la vida y que sumido en la rutina las había olvidado. Llegó a su humilde casa, cenó y se acostó al lado de su anciana esposa. Reflexionando, se durmió feliz.
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