Juan Gómez representó la fuerza de voluntad.
Aunque fue abandonado por su padre antes de nacer y fue criado por una madre demente que se resistía a aceptar caridad; a pesar de que tuvo que aceptar trabajos simultáneos que romperían la espalda y el ánimo a cualquiera; aún así, Juan G. estudió, se ganó una condecoración en la Guerra Civil siendo un niño y más tarde, ahorró lo suficiente para comprarse un buen traje y empezar a trabajar como empleado de banca tras licenciarse Summa Cum Laudem.
Juan G. también era un combatiente ejemplar en el amor. Eligió a Susana, heredera de una familia de importantes industriales de Bilbao, pero ésta le rechazaba con frialdad. Nunca se desesperó, ni siquiera cuando Susana se enamoraba de hombres mejor posicionados en una España donde la clase social era un muro muy alto. Durante siete largos años cortejó galantemente a su amor con un físico ejercitado, flores, paseos y al final, con unos buenos ahorros. Pero sobre todo, cortejó a sus futuros suegros que terminaron por reconocer en Juan G. a un chico mucho más trabajador y leal que los otros pretendientes. En 1953 acabaron confiándole un buen puesto en la empresa de la familia y a su hija.
No resultó un matrimonio fácil. Susana tenía un problema con la acidez de las mucosas del útero. Varios médicos le aseguraron que le sería casi imposible tener hijos. La mujer fue desesperándose durante cuatro años hasta bordear la locura, lo que hizo peligrar la relación. Pero Juan G., lejos de perder el temple, se desvivió por buscar la mejor clínica de fecundación asistida en Argentina y crecieron sanos y ricos un niño y una niña que más tarde serían sus socios.
Como empresario, Juan G. logró fagocitar a dos empresas rivales y prosperó hasta el punto de llamar la atención de la recién aparecida ETA, que le exigió un impuesto que no sólo nunca pagó, sino que invirtió simbólicamente en donaciones anónimas a las fuerzas de seguridad. A partir de este gesto, le propusieron para un alto cargo político que rechazó declarando que eso supondría renunciar al poco tiempo que podía estar al lado de su familia.
Por eso, por haber sido un hombre tan recto y luchador, sus hijos, empleados y amigos no se explican qué pudo perturbar tanto a Juan G. como para plantarse en las vías del tren y dejarse arrollar con espantosa serenidad el 22 de Agosto de 1993.
Hoy, sus agradecidos hijos y amigos todavía pagan misas y ruegan una oración especial por una de sus almas.
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Juan Gómez Castro nace en Bilbao el 26 de Diciembre de 1926, dos décadas después que Magdalena Nile del Río, Imperio Argentina, circunstancia que es interpretada por su madre Dolores como un augurio bendito. La admiración que su madre sentía por la cancionista y actriz es clave para comprender el carácter de Juan G., pues según ella, Imperio Argentina representaba la fortaleza para conseguir “lo que a una le salga del coño”. De alguna manera, el pequeño estaba destinado a seguir los pasos de la artista.
Los tangos y las coplas, que Dolores interpretaba con singular desgarro, ocuparon el puesto de las nanas. Juan G. acabó asociando el amamantamiento y el calor familiar con temas como “Hacelo por tu vieja” que su madre defendía con especial vehemencia al ser un tema que Imperio Argentina compartía por aquel entonces con Carmelita Aubert, “una fulana mediocre, castellana metida a tanguera, farsante”, según ella. “Una puta aprovechada, carnaza para las bestias”, le repetía al pequeño Juan mientras le apretaba muy fuerte contra su vientre.
La madre de Juan dejó de escuchar los tangos y los valses en las películas porque en su cabeza sonaban a todas horas, producto de sus primeras alucinaciones. En su escenario mental, Imperio Argentina se iba transfigurando en una diosa con zapatos de tacón de puñal y tiniebla de ojos, omnipotente, cada vez más alejada del personaje real. Dolores vio en la artista de sus delirios el modelo pedagógico para el pequeño Juan que se educó con frases del tipo: “Tienes que tener huevos para salirte con la tuya, siempre, siempre o te comerán todos esos perros de ahí fuera”.
Juan G. tenía muy claro lo que Imperio Argentina hubiera hecho si hubiese sido un niño de ocho años: disciplina monacal en los estudios, resignación ante los trabajos más duros que un mocoso podía aceptar, frialdad ante las miradas venenosas de las vecinas y sus hijos malcriados. “No te pares, jode al que se te ponga por delante y jódete tú también si hace falta, pero tú no te pares”.
La forma que encontró el pequeño Juan para evitar cualquier debilidad era castigarse: rezar el credo con la cabeza sumergida, pedir azotes más fuertes con la vara de sauce del colegio o dejar que sus compañeros le dieran en la tripa. Sus extrañas actitudes le apartaron de la compañía de otros niños y le enredaron aun más en la telaraña que había tejido su madre. Ésta recompensaba sus esfuerzos cantándole “Recordar” u “Ojos negros” en una demencial versión. Esos cantos de guerra, que Juan interpretaba como puro amor, eran su trinchera emocional.
En 1936, atraído por la disciplina, Juan insistió en trabajar llevando comida, herramientas y municiones a las excavaciones del Cinturón de Hierro a pesar de su corta edad. Fue su primer contacto exitoso con personas distintas a su madre. Los hombres admiraban el valor y la diligencia del chavalín y gustaban de incluirle en sus conversaciones mientras todo estuviese en calma. Tomas Akarregi, admirador de Conchita Piquer, fue abatido por un inexplicable fuego amigo, lo mismo que Luciano Rubiales, detractor de la película “Voz de su amo”. Todos estuvieron de acuerdo en que aquello era un lugar peligroso, no apto para un niño, y lo mandaron de vuelta a casa.
Cuando los diseñadores del Cinturón de Hierro traicionaron a su bando, Juan G. sintió tanta repulsión por los republicanos que no le costó simpatizar con el bando invasor y colaborar con sus soldados, aunque esta vez, más concentrado en sus estudios y sin trabar confianza con nadie.
La locura degenerativa de Dolores Castro llegó a incapacitarla para servir en las casas cuando Juan tenía veintidós años. El joven se vio obligado a ingresarla en el manicomio de Zaldíbar, según él, “para que no le falte ninguna atención a madre”. Gracias a ese respiro y a una beca extraordinaria concedida al mejor estudiante de Bilbao, Juan G. pudo completar su fulminante carrera en la Universidad comercial de Deusto, donde aprendió a ocultar su adoración por Imperio ante los padres jesuitas. Dolores Castro muere en 1948 sin despedirse de su hijo.
Oculta tras la ficción de los cursos prematrimoniales y las cordiales reuniones de empresa, por debajo de las cenas de Navidad y del bautismo de los niños, su verdadera fe nunca se debilitó. Todos los acontecimientos importantes en la vida de Juan servían de ofrenda a una iracunda diva imaginaria que nunca parecía satisfecha. “Ya sabes lo que quiero y no es eso, hazlo ya, Juan”. Juan G. contemplaba inquieto la invasión de un mundo frívolo y blando, en donde aquella a la que llamaban Imperio Argentina, se encogía hasta adoptar la forma de una pasa decrépita. Ella nunca le perdonaría su pasividad. Con una familia modelo, un negocio boyante y una vida ejemplar, Juan no había cumplido. Tenía un destino y lo había evitado durante sesenta y cinco años de su vida. Imperio Argentina se lo reprochaba en estos términos: “cagao”, “maricona”.
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Juan G. dedicó sus últimos años a memorizar las canciones de viejos recopilatorios de vinilo escondidos detrás de los CD´s . Cuando no había nadie más en casa, visionaba una y otra vez “La hermana San Sulpicio”, “Corazones sin rumbo” o “La casa es seria” para tomar nota de gestos y ademanes que ensayaba después delante del espejo con las persianas bajadas y el cerrojo echado. Los domingos se alejaba con el coche hasta una casa rural de su propiedad y perfeccionaba, con la voz colocada en un falsete quebradizo, un repertorio cada vez más amplio.
Vestidos de largas gasas nacaradas, negros con el cuello blanco de encaje, muy austeros, o trajes regionales como en “Nobleza baturra”. Todo se lo encargaba a un buen modisto “para su esposa”. Boquita de piñón, piel blanca, el pelo bien pegado a la cabeza con raya en medio y caracolillos morenos humedeciéndole la frente. Los cosméticos y las pelucas los compraría poco a poco para no levantar sospechas. Algunas perlas, pocas, pero de las caras. Y algún que otro broche. Alguna cosa a nombre de su empresa, ya pensaría como justificarlo en la próxima auditoria. Perfecto, ya estaba casi lista, solo faltaban los zapatos. Nadie podía sospechar que Imperio Argentina, la auténtica, iba a volver.
Juan G. cambiaba. Los que le conocían no encontraban natural un ánimo tan distendido y amable. A su familia le agradaba (“¿Qué le pasa a papá?”) esa progresiva relajación en su autoritario carácter. Las relaciones personales eran cordiales aunque muy distantes. Nadie le preguntó si todo iba bien porque Juan G. siempre aseguraba estar bien. Parecía estar viviendo una fiesta que se celebraba en otro lugar. Abandonaba sus viejos hábitos y se quedaba largos ratos ensimismado y risueño sin prestar atención a nada de lo que antes le importaba. Estaba marchándose poco a poco, pero no se iba. “¿Porqué no lo haces de una vez?”, le inspiraba Imperio.
Juan G. se vio enredado en un conflicto; algo obvio y sin embargo, no considerado por él hasta entonces: “¿Puedo abandonar todo, Imperio Argentina?, ¿y Susana?” ¿es lo que hubieras hecho tú?.”. “Haz lo que debas de hacer, no importa quienes caigan, no importa el coste, tienes que salirte con la tuya”. “¿Pero qué es lo que debo hacer, cual es mi deber, Imperio Argentina?”. “Haz lo que sea y no llores más, cagado”
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Con dos maletas de cuero amarillo repletas de atrezzo, Juan G. se acercó a la estación de tren con billetes destino Chamartín, Madrid, dispuesta a triunfar, sobre todo con el traje de la cola de tres metros. Una vez todos los pasajeros se hubieron acomodado, Juan G. se quedó en la entrada del vagón, calculando el salto hasta el andén. Las puertas se iban a cerrar, el tren iba a partir y el momento crítico asustaba por lo inevitable.
Cualquiera hubiera pensado que es imposible. Pero Juan G. tenía una fuerza de voluntad fuera de lo común y él sí pudo hacerlo: Juan G. saltó del tren justo antes del pitido de salida, cayendo en el andén de la estación y, al mismo tiempo, se quedó dentro del vagón, dando la espalda a las puertas cerradas mientras el tren le empujaba hacía su carrera artística.
Juan G. se sorprendió de lo accesible de la bilocación. El milagro no presentaba, en principio, grandes dificultades. Juan G. disponía de un cerebro adaptado a cada lugar y una conciencia que abarcaba ambas existencias. Ni siquiera la creciente distancia entre los dos Juan G. diluía el vínculo entre ellos.
Esa noche daba un beso a su mujer antes de apagar la luz mientras pedía en Madrid el taxi que le llevaría al hotel. A la mañana siguiente, hacía previsión de beneficios en Bilbao mientras le daban con la puerta en las narices en dos clubs de la N-1 que no admitían maricas viejas. Un café relajado con los compañeros de trabajo le permitía repasar, muerta de los nervios, “Hacelo por la vieja” antes del casting en un club de la Gran Vía. Cinco noches más tarde, le estaban cacheando unos policías al mismo tiempo que su mujer le hacía arrumacos en la cama, sintiéndose Juan G. muy ofendida por ser confundida por una puta.
Unas semanas más tarde, mientras sus empleados se preguntaban porqué su departamento últimamente estaba obteniendo tan pésimos resultados, consiguió por fin una actuación en una discoteca de la calle Princesa, como telonera de Miss Shangay Lily. Parte de los accionistas le amenazaron con retirar su capital, pero le daba igual, porque la oportunidad de estrenarse le ponía loca de contenta y contaba con el apoyo de sus hijos/socios. Esa noche, con el calentón del momento y la borrachera, hizo el amor con un travesti de veinte centímetros mientras mandaba a sus nietos a la cama. Enseguida se arrepintió de la primera acción.
Cuando faltaba una semana para el resurgir de la auténtica Imperio Argentina, pidió unas vacaciones que aprovechó para pasar un tiempo en la casa rural con su mujer. Así se olvidaría de la oficina y podría centrarse en su debut. Pero los nervios escénicos y la cocaína esnifada en Madrid le hicieron perder la compostura y discutió gravemente con su mujer que se marchó de la casa de vacaciones dando un portazo. Unas colegas simpatiquísimas de Chueca se la llevaron a un sexy boys para animarla, pero no podía disfrutar del paquete del mulato cuando ese mismo lunes tenía una auditoria y su mujer no contestaba las llamadas. “Juan no puedes, ¿verdad?, no puedes ser lo que no eres. No tienes huevos.”, le decía Imperio Argentina, implacable como siempre, dispuesta a atormentarle toda la semana.
La misma noche del estreno, Juan G. fue directo de la casa rural a la estación de tren, habiendo reservado el billete a Madrid, dispuesto a encararse con Imperio. Ahora veia claro que ella había dictado toda su vida. Ella era la causa de no encontrar acomodo, había trazado el camino hacia su ruina. Por envidia o por lo que fuera. Estaba dispuesto a apostatar de Imperio, era una diosa fallida. No la dejaría pisar un escenario. “Nadie se acordará de ti, maldita hija de perra”, le rezaba.
En su camerino, Imperio Argentina crispó las uñas postizas, se repasó los labios y ensayó una mirada de mala ante el espejo. No tenía miedo. “Que venga”, pensaba Imperio. Ella no le tenía miedo a nadie y consideraba ridículo pretender dar marcha atrás ahora que iban a anunciar su salida a escena. Se encontraba guapísima, iba a deslumbrar. La nueva Imperio no iba a dejar que nadie se lo impidiese.
Si hubiésemos sido testigos privilegiados sabríamos que Imperio Argentina decidió no travestirse más de Juan G., que la farsa ya no era necesaria, así que no esperó la llegada del vagón; en vez de eso, bajó a las vías e ignoró los gritos del jefe de estación que reclamaban su presencia en el escenario inundado de luz roja, donde un micrófono solitario era señalado por un foco que le deslumbraba y se le acercaba a toda velocidad acompañado del sonido chirriante de frenos hidráulicos y del ritmo frenético de las palmas del público que le piropeaban “¡Imperio, preciosa!, ¡te estábamos esperando!” a fin de que no flaqueara su ánimo, para que supiese que debía permanecer en su sitio aunque un enjambre de operarios y guardias civiles le rogaran “Por Dios” que se retirase de la vía, conteniendo el aliento ante los primeros gorgoritos de la diva, tan virtuosos fueron, que los guardias civiles se levantaron de sus asientos emocionadísimas y rompieron el espinazo de Juan G. cuyo cuerpo fue distribuido a lo largo de treinta metros y veinte décimas de segundo ante los sobrecogidos asistentes que no sabían si aplaudir o guardar silencio ante una actuación tan auténtica y sentida, tan desgarrada.
Además sabríamos que en ese momento unas maletas amarillas con su contenido intacto eran depositadas en la Oficina Municipal de Objetos Perdidos de Madrid.
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