Este cuento se presentó en Ejercicios Nª 17 de "Vertientes". El trabajo exigía introducir una frase obligatoria que está encomillada en la narración.
Los sábados muy temprano me acercaba a la vieja panadería, calle arriba, donde terminaba la barranca. El trecho era largo, mucho más que la otra, a pocos metros de mi casa. Un sábado entraba al comercio, bien puesto, con ese clásico aroma del pan recién horneado, el mismo que a la noche, medio duro, quedaba con sabor a nada. Me atendió, como era habitual, la joven muchacha de ojos celestes, poca sonrisa, cabello estirado con dos trenzas color oro, cuerpo de formas perfectas, manos finas delgadas, un anillo de plata, liso, sencillo cómo ella. Estaba tan iluminado el negocio, no había rincón fuera del alcance de mis ojos. Le pedí la docena de pequeños panecillos, se encontraban en el gran canasto, al costado del mostrador. Ella con su blusa roja escotada debió agacharse a tomar mi encargo; mientras elegía con esmero en el fondo de la cesta, la túnica generosa descubrió sus senos qué apenas cubría su sagrada cúpula. Me endulzó esos instantes con la realidad de una belleza y placer descomunal. Cuando terminó de embolsar el pedido, nos cruzámos en la mirada, la mía plena, ella apenas un esbozo de mueca, mueca tierna a mi entender, por mi estado de emoción ante el sorpresivo encuentro con las deidades de la madre naturaleza.
Aunque muy joven, me sentía enamorado de amores imposibles y también, en esos veranos sofocantes, subyugado con la panaderita de los sábados. Ahí fue cuando creí ser poeta. Dentro de mis antiguos escritos rescaté, en la mañana soleada de hoy, estas líneas:
Muchacha generosa que me darás el pan cada sábado temprano, con la esperanza de ver como recoges los frutos de tu trabajo. ""Esta calle me recuerda que estoy a la deriva de tus pechos"", media luna en par, color marfil, tu mueca, sonrisa mía y esos ojos celestes, ilusiones del próximo encuentro
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