Esta historia sucedió en realidad. Sólo se han cambiado los nombres de los protagonistas y algunas situaciones.
Nevenka se revolvía en su lecho sin poder conciliar el sueño. Las pruebas en la Facultad se venían con todo esa semana y estaba muy agotada, tanto que le era imposible relajarse. Por su mente trasnochada se mezclaban los sucesos cotidianos en crudo, negándose a ser cocinados en la palangana aceitosa en que se fríe lo onírico. Encendió la lámpara y una luz demasiado violenta para sus ojos sumergidos en la oscuridad, la hirió obligándola a entrecerrarlos de inmediato. La quietud, el silencio y un persistente zumbido en sus oídos, le parecieron demasiado hostiles en su mudez al enrostrarle en ese estilo tan Gandhi su pertinaz insomnio. Un perro ladró a lo lejos y fue coreado por un ejército de diligentes canes, siempre tan dispuestos a dormir con un solo ojo. Miró su reloj: eran las tres y media. Encendió la radio para distraerse y no desesperarse en el frustrado intento por atrapar el sueño. En la emisora escogida se desgranaba un tema de Ana Belén y la melodía le pareció demasiado intensa, diferente, casi mística. Un leve ruido, un roce casi, la hizo sobresaltarse. Miró en rededor. Su pieza lucía ordenada. En el preciso instante en que la cantante alcanzaba un registro notable, sus ojos cansados se encontraron de improviso con la imagen de un hombre joven que la miraba con fijeza… El grito alcanzó a fabricarse en sus entrañas pero en el camino se atascó negándose a salir. Sólo sus ojos, congelados en la máxima apertura posible, sus manos agarrotadas por el terror y su corazón latiendo desenfrenadamente, dieron testimonio de una reacción tan simple, tan visceral, a la que algunos, con ligereza, denominan miedo y los seres sensibles como Nevenka no encuentran la palabra indicada para apellidarla.
Cuarenta años antes, en los sesenta, Antonio Ramírez se aprestaba para subir al tren perteneciente a la empresa estatal donde él trabajaba. Hombre fornido, moreno, greñudo, de gusto de mujer como solía autocalificarse, frisaba los treinta años y era un tipo alegre y desenfadado. Nadie podría, sin embargo, haberle cuestionado su dedicación, gentileza y puntualidad en sus labores. Esa misma mañana se había levantado muy de madrugada, se había aseado en ese incómodo lavatorio que colocaba siempre sobre una desvencijada silla de la humilde pensión, había tragado media tostada con una taza de café muy caliente y a eso de las siete ya se encontraba uniformado para comenzar la jornada. Tomás, uno de sus compañeros directos, era un tipo pequeño y enjuto, de extraño carácter que jamás sonreía y que parecía ser muy poco imaginativo tanto así que cuando alguien conversaba con él, se limitaba a repetir las últimas palabras de su interlocutor a modo de diálogo. Por lo tanto, no resultó extraño que ese día, cuando Antonio exclamó: ¡Diablos que hace frío! Tomás repitió con perseverancia de autómata: Hace frío…
El tren viajaba atestado y Antonio y Tomás debían redoblar sus esfuerzos para atender las demandas de los pasajeros. Una mujer morena, atractiva y de cuerpo escultural y que por añadidura viajaba sola, coqueteaba con ambos y entre risa y risa, les pedía esto y lo otro, Tomás sólo atinaba a mirarla y a complacer sus peticiones pero Antonio, más sociable, se acercaba a ella más de lo permitido, rozaba con sus manos fuertes esa melena negrísima y arrojaba sus miradas lascivas por el abismo de su profundo escote. –Está buena la morena-le comentó el galán a Tomás a la pasada. El hombre lo miró de reojo y repitió la frase de malas ganas. Cuando el tren llegó a destino, Antonio y la mujer, que se llamaba Sandra, ya eran dos viejos amigos. Como ella viajaba a casa de una hermana, tuvo tiempo para aceptarle el convite al ferroviario. Tomás se quedó en la estación mirándolos con algo parecido al rencor que se mezclaba en su alma con otro tanto de envidia.
Diez días después, Sandra y Antonio ya eran novios. Ella lo invitó a conocer a su hermana, simpatizaron y todo marchaba viento en popa.
En el siguiente viaje a la Capital, el muchacho conoció a otra damisela y tuvo una tórrida aventura con ella. Tomás escuchaba sus confidencias en silencio, parecía ahora no importarle las cuitas de su compañero.
Nevenka se recuperó poco a poco del shock que le causó la extraña aparición. Aún así, no se atrevía a dormir a oscuras y era tal su nerviosismo que no podía concentrarse en sus estudios. Su madre comenzó a preocuparse al darse cuenta que la joven casi no hablaba pese a ser bastante comunicativa y además su delgadez era en extremo preocupante. Finalmente, Nevenka se atrevió a relatarle la extraña situación. Cual no sería su sorpresa al constatar que la descripción que le hizo a su madre coincidía con la de su abuelo paterno, fallecido en extrañas circunstancias hacía treinta y ocho años. La foto mostraba a un tipo joven, de unos treinta años, moreno, de cabello greñudo. Su madre le contó entonces que su abuelo había fallecido horriblemente mutilado en un presunto accidente ferroviario. Las investigaciones de esa época habían determinado que el tipo posiblemente había perdido pie al cruzar de un vagón a otro. Pero años más tarde, al exhumar el cadáver para reducirlo, se percataron espantados que, extrañamente ¡los huesos del mismo estaban soldados y no había ningún rastro del accidente que le costó la vida!
Antonio era una especie de marino ferroviario que destrozaba corazones femeninos en cada uno de sus puertos-andenes. Las aventuras se sucedieron con una frecuencia inusitada. Era el comentario obligado de todos y ello le enorgullecía en su condición de semental vigoroso. Pero algo vino a perturbar su desenfadada existencia. Sandra apareció un día en la estación y en sus ojos se leía el desengaño. Había convivido un par de meses con Antonio y estaba embarazada de él. El hombre la eludió cuanto pudo en el último tiempo, poco aparecía por la casa de su hermana, que era el lugar donde habían levantado su “nidito de amor”. La mujer reconoció en la estación a Tomás y le preguntó por su pareja. El hombre se encogió de hombros, dándole a entender que no le gustaba inmiscuirse en asuntos de otros. Ni las copiosas lágrimas de Sandra pudieron conmoverlo.
Nevenka repasaba en su cama el texto que debería disertar al otro día. El silencio le molestaba, tanto así que sintonizó la emisora que solía escuchar cuando se desvelaba. Eran las dos de la madrugada y hacía un frío intenso. Se levantó aterida y fue a la cocina a prepararse un café. Su madre dormía en su pieza y la muchacha sentía sus suaves ronquidos a través de la puerta entreabierta. La voz de la muchacha adquiría una apariencia fantasmal al repetir con tono monocorde las frases del texto. El café le brindó calor y energías para, con renovados arrestos, continuar con su labor. A las tres de la mañana, sintió que la invadía una especie de sopor, sus músculos se relajaron, le acometió la fatiga y comenzó a sudar copiosamente. Se recostó en su lecho con los brazos en cruz y con los ojos semi cerrados y cuando los abrió…supo que alguien la estaba mirando con fijeza. Era aquel hombre que permanecía junto a la puerta con esa mirada lejana y aterradora. Pero esta vez había más: el hombre levantó su mano derecha imitando una pistola e hizo como que disparaba. Luego se esfumo. De nuevo, el grito abortó en la garganta de Nevenka para morir en un débil gemido.
Aquella mañana, Antonio se sintió ligeramente desganado. Realizó su ritual como de costumbre pero algo le molestaba. Sandra le había encarado más de una vez por sus actitudes y ausencias y sentía que la situación se estaba desgastando. Además el era un hombre que amaba su libertad por sobre todas las cosas y ya había decidido lo que tenía que hacer. La mañana se llenó de presagios cuando una ligera lluvia comenzó a humedecer el triste paisaje. El ferrocarril debía salir a las nueve de la mañana pero un problema técnico lo demoró más de una hora. En ese lapso, Antonio estuvo ocupado en sus menesteres y contrariamente a su naturaleza, esta vez se mantuvo silencioso y reconcentrado. Superado el inconveniente, el ferrocarril salió de la Estación Central en medio del tráfago habitual, entonando su melodía de fierros machacados. El movimiento dentro del tren era más relajado que lo habitual ya que en invierno disminuía la demanda por pasajes y en esas condiciones la labor se hacía monótona. En una de las estaciones, descendieron varios pasajeros y otros tantos abordaron la máquina. Entre ellos, vestida de negro y luciendo unos extemporáneos lentes oscuros, subió Sandra. Su embarazo ya estaba bastante avanzado y lo disimulaba con un abrigo largo que escondía casi por completo su condición. Antonio, pese a su natural agudeza, no la reconoció de inmediato e incluso atendió al pasajero del asiento contiguo al de la mujer.
El ferrocarril enfilaba a su destino y en una curva bastante cerrada apareció la boca del largo túnel que dentro de segundos se devoraría a la máquina. Tomás se situó en un extremo del carro y Antonio en el opuesto. Era parte de su tarea. Pronto se encenderían las luces para evitar quedar en tinieblas. Todo se desenvolvía rutinariamente. Pero ocurrió algo imprevisto. Falló el sistema de luces y cuando el tren ingresó en el túnel, la oscuridad se hizo total. Un rumor de descontento se extendió por el carro. Se sintieron pasos, probablemente de algunos pasajeros incómodos que trataban de demostrar su enojo paseándose. Se escuchó algo semejante al descorche de una botella de champagne, luego un quejido y confusión de voces que parecían preguntar algo. Se produjo un pequeño revuelo en el vagón. La oscuridad se disipó en parte, iluminada apenas por la débil llamita de un fósforo.
Tomás buscó afanosamente a su compañero. Dos horas habían transcurrido desde el incidente del túnel, el tren estaba anclado en el andén y parecía que Antonio había sido tragado por la tierra. Sandra, por su parte, bajó furtivamente en el terminal y se alejó presurosa con un pequeño bolso entre sus manos. ¿Qué había sucedido?
Como Antonio no se reportó, pasados dos días se notificó a la policía por presunta desgracia. Se inició una exhaustiva búsqueda a lo largo y ancho del país, los posibles paraderos del ferroviario desaparecido podrían ser varios, se interrogó a la gente de la pensión, a los vecinos del barrio, a sus amigos y entre ellos a Sandra, con la que se suponía que mantenía aún una estrecha relación, pero no se sacó nada en limpio. Se estableció que posiblemente el tipo había decidido abandonarlo todo para radicarse en un lugar más retirado. Esta hipótesis se estableció como la más segura hasta que unos campesinos denunciaron el hallazgo de un cuerpo absolutamente destrozado en las inmediaciones de X. Los pobres hombres, muertos de miedo, declararon a la policía que mientras transitaban por el túnel de X, ruta que hacían una vez a la semana, atrajo su atención un penetrante olor a algo descompuesto. Primero pensaron que se trataba de un animal atropellado por el ferrocarril. Pronto se dieron cuenta que el hedor provenía del cuerpo mutilado de un hombre. Los peritajes posteriores determinaron el horrible veredicto: el cadáver pertenecía a Antonio Ramírez, 31 años, soltero, de profesión ferroviario. Causa del deceso: accidental. Caso cerrado. Hubo un gran revuelo periodístico, la prensa indujo que detrás de esa muerte se ocultaba un horrendo crimen, las sospechas recayeron en su amante, se supuso que detrás de todo esto se ocultaba un terrible drama pasional, se especularon varias razones, algunas muy poderosas, pero al final, la noticia dio paso a otras más interesantes y al cabo de unos cuantos meses nadie hablaba ya del caso.
Nevenka se decidió a investigar por su cuenta los antecedentes del hecho y para ello recurrió a la Biblioteca Nacional para revisar la prensa de los años sesenta. En un diario de la época encontró un pequeño párrafo que se refería a la noticia. Allí se decía que el occiso llevaba una vida licenciosa, que las mujeres eran su debilidad, que su muerte pudo ser motivada por una venganza. Más abajo se aludía a una tal Sandra Meléndez, con la que se entendía que había mantenido relaciones. Cada vez más interesada en el asunto, la muchacha decidió intentar dar con el paradero de la mujer que en la actualidad debía tener más de setenta años. Por su madre supo que la mujer había residido en la localidad de X y aprovechando un feriado largo, tomó el autobús que la llevaría por esos lares. La modernidad había transformado el rostro de la comuna y posiblemente también .la memoria de los pueblerinos. La familia Meléndez había emigrado a otras regiones y sólo encontró a una joven que en algo se emparentaba con ellos. Se llamaba Isaura y dijo no haber tenido trato con nadie de esa familia pero su padre era primo lejano de ellos. Por ella supo que Sandra había fallecido a fines de los sesenta, víctima de una peritonitis y que el hijo de ella y Antonio, se había marchado con los Meléndez. Visitó el cementerio del lugar y después de varias averiguaciones dio con la tumba de Sandra. En ella se leía lo siguiente: “Vida mía, el cielo te espera”. Nevenka tuvo un ligero estremecimiento: sobre la lápida y acomodada en un jarrito de porcelana lucía aún fresco y perfumado un hermoso ramillete de rosas rojas. ¿Quién podía conservar aún en su corazón tanta fidelidad para brindársela a una mujer fallecida hacía más de treinta años? Indagó con los trabajadores del camposanto hasta dar con la siguiente pista: un anciano acudía todos los viernes a dejarle flores a la occisa. Era un hombre pequeñito, de mirar huidizo, que caminaba cabizbajo y que no hablaba con nadie. El día siguiente sería viernes y la muchacha resolvió continuar investigando, por lo que se alojó en una residencial, decidida a levantarse al alba para acudir lo más temprano posible al cementerio y tratar de resolver de una buena vez el enigma.
El arrullo melancólico de los pájaros despertó a Nevenka aquella mañana luminosa. Desayunó a la rápida y muy pronto enfilaba camino al camposanto. La mañana transcurrió lenta y aburrida.
-¡No debimos hacerlo! ¡No debimos!
-¿Qué otra cosa se merecía ese perro?
-Pero era el padre de mi hijo…
-Un juramento es un juramento. No lo olvides. Iba a morir de todos modos. La situación facilitó las cosas.
-¿Piensas que hemos ganado algo con su muerte?
-No. No hemos ganado nada. Pero tú estás vengada y nosotros nos amamos.
-Nos amamos…
-Además era un tarambana. Jamás asumiría su responsabilidad contigo. Y eso era lo que más me enervaba.
La soledad del camposanto sobrecogía a la muchacha, quien trataba de acortar las horas sentada a la sombra de unos añosos árboles, leyendo una novela de Sthendal. El intento era vano porque le era imposible concentrarse y entre hojeada y ojeada, no retenía absolutamente nada del argumento, ya que prevalecía en ella el interés por ver aparecer pronto la figura desmedrada del anciano. Varias horas después, cuando el sol enfilaba hacia la cordillera de la costa para desaparecer en su lecho de nubes rosadas, una figura encorvada apareció entre los árboles y como el sol estaba a sus espaldas, Nevenka no pudo distinguir sus facciones. El Hombrecillo caminó lentamente hacia la tumba de Sandra y con una suavidad que denotaba profunda devoción, colocó las flores en la cubierta de mármol. Luego se arrodilló entre una crujidera de huesos y afirmando su semicalva cabeza sobre la tumba pareció rezar con gran recogimiento. Nevenka se levantó de su mirador y se acercó al hombre con la cautela del que cree que va a espantar su presa y sopesa por ello sus pasos. Cuando estuvo a un par de metros de él, sintió una especie de suave ronroneo. Era la gastada voz del anciano que oraba a quien seguramente fue el gran amor de su vida. Ella aguardó con respeto a que el hombre terminara su ritual mientras aprovechaba de observarlo con más detalle. El anciano vestía con mucha dignidad pese a que sus vestimentas estaban sumamente raídas. Sus deformadas manecitas se contraían entre sí como si intentaran estrujar algo. Poco a poco se aflojaron y finalmente se abrieron para separarse con suavidad la una de la otra. El anciano alzó su cabeza. Tenía los ojos muy apretados, acaso para impedir que las lágrimas rompieran ese débil dique y se abalanzaran en tropel por sus tumefactas mejillas. Nevenka musitó con suavidad una frase que le nació espontánea: -Debió amarla demasiado. El anciano se sobresaltó y abrió sus ojillos. Hizo un intento de levantarse con brusquedad pero las piernas no le obedecieron.
-¿Quién…quien es…usted?-preguntó con su voz cascada. La muchacha le sonrió con dulzura y se agachó junto a él. –Sólo paseaba por aquí y me conmovió verlo tan afectado- mintió Nevenka. –Quien es ella ¿Su esposa? El anciano la estudió con desconfianza. –Perdone mi curiosidad, señor…acaso no debiera… Ella se levantó e hizo el amago de retirarse. Sabía, como ocurrió, que el hombre no la dejaría ir. El la tomó de la falda con su pequeña mano agarrotada y le pidió que lo ayudara a levantarse.
-Ella se llamaba Sandra y desde el primer día en que la vi, me enamoré de ella. Pero mi compañero de entonces, que era mucho más guapo y más alegre que yo, la conquistó de inmediato. Desde entonces la respeté y me conformé con mirarla desde lejos. Pero mi amor por ella crecía cada vez más. Pensé en abandonar el trabajo ya que no toleraba verla en brazos de Antonio…La voz del viejo se quebró en el preciso momento en que los ojos de Nevenka se abrían desmesuradamente. …Antonio…¿acaso era Antonio Ramírez, su abuelo..?-Si. Antonio Ramírez, el hombre que amó a la mujer con esa pasión superficial de los marineros, el mismo que la abandonó a su suerte después de dejarla preñada… El anciano dijo esto último como si hablase consigo mismo. Nevenka aún no se reponía de la sorpresa ya que era mucho más de lo que esperaba averiguar. Su abuelo, revivido por los recuerdos de un anciano triste y solitario, un hombre que aún guardaba rencor en su corazón y que de ser posible los aventaría de una buena vez. Nevenka inquirió más. Supo que el anciano se llamaba Tomás, que habitaba una humilde pieza en una casa de pensión y que durante algunos años trabajó en Ferrocarriles del estado junto a su compañero…
…Antonio presintió algo, su pecho se apretó como si una mano invisible lo empujara con fuerza inusitada y cuando estaban a un paso del túnel sintió que su corazón dejaba de latir. La boca negra se acercaba a gran velocidad y en pocos segundos el sonido del tren se encajonaría y se haría más audible el estrépito de los rieles. El hombre se situó en una de las puertas del fondo y cuando esperaba que las luces se encendieran, la oscuridad lo atrapó bruscamente. Por su cabeza pasó un remolino de sensaciones y visiones, mujeres, muchos rostros de mujeres, su vida en retroceso y una fugaz sucesión de imágenes que ya había archivado en su memoria. Luego un estampido que se confundió con el estruendo que amenazaba con traspasar las ventanas cerradas a machote. Su pecho sintió el aguijón de algo que le quemaba, que dolía intensamente y que le hacía perder la conciencia. Cuando estaba a punto de desfallecer, sintió que unas manos que creyó reconocer al tacto, lo empujaban al vacío. Luego todo terminó para él. Sólo para él.
Tomás no paraba de contar con lujo de detalles su vida de ferroviario. Eran tantos los recuerdos, tantos los rostros, que era necesario ventilarlos y los enumeraba en aleatorio orden y los arrojaba al aire en forma de palabras, como si con este acto, al desprenderse de ellos, los exorcizara. Pero un recuerdo lo mortificaba y al no poder mencionarlo, este se enraizaba más y más en su dañada conciencia. La voz de la chica no logró calmarlo, muy por el contrario, creyó que su corazón se negaría a seguirle brindando su vital savia roja cuando ella le preguntó a quemarropa: -¿Qué fue lo que le pasó a mi abuelo ese día en el tren? El rostro del viejo empalideció de tal manera que se igualó al tono ceniciento del mármol de la tumba. Su boca hundida se silenció bruscamente para repetir luego, con enfermizo celo -¿Qué le pasó a su abuelo ese día en el tren? Y asediado por la tajante interrogación, sólo atinó a callar. La respuesta pudo tener muchas variantes: Lo mató el tren, resbaló y las ruedas lo trituraron, su carácter inquieto lo traicionó, la mujer engañada le maldijo, que el destino, que la suerte, que esto o lo otro, pero la verdad era una sola y no podía mencionarse sin que todo el universo que él se había construido precariamente para si, se derrumbase de una vez y para siempre.
Nevenka adivinó algo en esos ojos huidizos. Era una sensación de negrura alquitranada que comenzaba a esparcirse por sus entrañas, una multitud de susurros que le aguijoneaban el espíritu, una presencia que intuía detrás suyo, elementos todos, que sumados, le producían una especie de desvanecimiento. Se escuchó decir: -Sé que mi abuelo fue asesinado. Le pareció ver que el anciano abría grandemente sus ojos, se llevaba sus manos al pecho para caer luego derrotado por el terror.
En la habitación del anciano encontraron una confesión escrita con letra temblorosa. Decía el texto, amarillento por los años, que él, en pleno uso de sus facultades declaraba haber asesinado - aprovechando una ocasión propicia- a Antonio Ramírez de un certero balazo en el corazón, que lo había empujado luego fuera del vagón para simular un accidente, que había actuado motivado por el deseo de hacerle justicia a una mujer que luego fue su esposa y que falleció a los pocos años, dejándolo sumido en la más cruel de las situaciones. Pedía perdón a Dios, que a los hombres, imperfectos como él, no les solicitaba ni siquiera su comprensión. Al final, como post data, explicaba que el arma homicida yacía desde entonces y para siempre en el fondo de un acantilado.
Era una calurosa noche de Octubre. Nevenka se revolvía en su lecho. Se había quedado dormida mientras repasaba un voluminoso texto de estudios. Su lámpara parecía incendiar con su luminosidad anaranjada los objetos inmóviles de la habitación. Con gesto algo torpe buscó el interruptor y la luz murió tras el clap del aparato. Luego se acomodó en su lecho para desvanecerse en el sueño. Sonrió quedamente. Pensó en su abuelo, que ahora si descansaba por fin en paz.
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