Lentamente, volviste el rostro, tan lentamente que cupo en ese par de segundos toda una ínsula de misterio. Aguardé a pie firme esa mirada que me traspasaría con sus proyectiles o me brindaría una sonrisa que primero se propiciaría en esas pupilas cenitales. La pregunta mía había sido tan directa que después de emitirla, experimenté un atisbo de arrepentimiento, mas, ahora ya nada se podía hacer y mientras tu rostro giraba como un astro en el infinito, pensé en nuestra historia reciente, en las enconadas batallas verbales, en los escollos de nuestra tortuosa relación, pensé en los primeros días y en los últimos destrozos ocasionados por una tempestad de tu carácter.
Tu rostro continuó girando y en milésimas de segundos escupirías tu respuesta o simplemente sonreirías enigmáticamente y nada dirías. Y yo me quedaría clavado en el piso con la duda asediando y corroyendo mi espíritu en esa nueva eternidad a la que me condenarías.
Aún hubo tiempo para imaginar que ocurriría si tu respuesta laceraba mis sentimientos, aniquilaba mis fuerzas y embotaba mi mente. Sería incapaz de sostener mi precaria humanidad, caería desvanecido e imaginaría que la muerte habría llegado piadosa para evitarme una dolorosa agonía. Tu rostro continuaba girando y ya alcanzaba a atisbar tus largas pestañas y la curvatura leve de las órbitas de tus ojos. Pronto sostendría tu mirada y tus ojos serían los fusileros que descerrajarían su condena sobre este cuerpo de carne trémula.
Cuando tu ojo derecho apareció en el horizonte de mi mirada, sentí que eras Plutón, gélida masa mortecina que nada bueno auguraba. Cuando tu otro ojo apareció para transformarse en un sistema binario en el cual titilaban dos ascuas opalinas, alcancé a murmurar las primeras palabras de una oración.
En el momento crucial, cuando tu rostro se enfrentó al mío y tu boca comenzaba a curvarse para emitir una palabra, mi corazón se detuvo en un latido y expectante, aguardó tu respuesta, la cual sería lapidaria y lacerante, presentí al basilisco herido que comenzaba a horadarme el pecho con su pupila incendiaria.
Sonreíste, era la cúspide misma del calvario, el instante preciso en que mi alma caería hecha pedazos. Entonces tu voz resonó nítida en esa atmósfera enrarecida por mis tormentos y las breves palabras que conformaron la oración aquella, fueron gotas cristalinas, como lágrimas sin pecado, que reanudaron todos los relojes de mi existencia y miles de diminutas campanitas tañeron vibrantes para acompañar los sones melodiosos de tu breve frase:
-Si, te quiero, te quiero…
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