Hubo un día en que Gabrielita amaneció con fiebre y todo se puso triste a su alrededor. Se sentía tan mal que por ratos soltaba pequeños sollozos que arrugaban el corazón de sus padres. Ella no quería preocuparlos, pero no podía evitarlo, pues su temperatura era tan alta que la presión del mercurio terminaba por hacer estallar el termómetro, y luego otro, y luego otro más. De la farmacia trajeron todos los termómetros que tenían en existencia, pero uno a uno sucumbían. Finalmente, la madre optó por meter los termómetros restantes al congelador con la esperanza de que así la siguiente medición fuera más baja, aunque solo se tratara de una ficción que le diera esperanzas.
En la frente le pusieron paños mojados con agua helada, que en fracciones de segundo transformaba en vapor. Asombrado al ver eso, su hermano más pequeño tuvo el atrevimiento de preguntar si se le permitiría freír un huevo el la cara de la convaleciente.
Tras una mañana de intensos cuidados y al ver que la situación no mejoraba, subieron a Gabrielita al automóvil para llevarla a la clínica para una mejor valoración de su caso. Durante el trayecto ella miraba cómo a su paso iba causando graves daños con su extraña enfermedad, pues su frente ardía con tal intensidad que comunicaba el calor a las casas cercanas, provocando voraces incendios que empujaban a los moradores hacia la calle. Gabrielita se entristeció mucho al ver a las familias, a los niños, a los abuelitos, que perdían su hogar por culpa de ella. Se olvidó de su propio malestar y ya nada más pensaba en esa pobre gente.
Amanece de nuevo. Gabrielita se despierta sobresaltada y da un brinco entre sus sábanas, para tranquilizarse inmediatamente con los besos de sus padres, maravillosa señal de que ha terminado su angustiosa pesadilla.
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