Estaba parada en una esquina, con el clavelito en una mano y un globito en la otra.

Le dijeron que el payaso pasaría a recogerla, que se estuviera quietecita ahí, sin hacerle caso a los extraños.

El payaso, con el rostro pintarrajeado de los típicos colores payasísticos, vestido con un pantalón enorme de tiritas, zapatos gigantes y un sombrerito ridículo, sí, cumplió su palabra y pasó por ella…

Fueron al circo.

Entraron gratis.

La sentó en la primera fila y se despidió con un beso.

Los elefantes nostálgicos, las rusas buenotas con sus mil acrobacias, el domador de leones muertos de hambre, la horripilante mujer barbuda, la foca anciana, el flaquísimo come espadas…

¡Ella disfrutaba al máximo la tarde!

El payaso comenzó con la actuación.

El hombre le provocó lástima. No era gracioso. Daban ganas de levantarse en un acto desesperado de piedad y rescatarlo del ridículo.

Su padre, el payaso.