La intensidad de los olores junto con la percepción de los sudores de los viajantes se confunden en mi olfato. Los angostos y estrechos asientos facilitan la comodidad económica. Aire, pido aire. La respiración agobiante y pesada de todos se superpone entre sí acelerando la llegada de la intolerancia. El aire se tranforma en una neblina invisible con densidad tangible. El calor insoportable más la paciencia cansada resulta en una inmunda ansiedad. El tímido tacto de los brazos de los desconocidos sentados a mi lado me intimida. Mi piel humedecida por mis poros sudados me consumen en un tormento de nervios.
Las palabras de la azafata indeferentes a mi atención fluyen en el denso aire volviéndolo aun más inaguantable. Aire, pido aire. Una gota de sudor se escabuye deslinzándose por mi nuca. Me molesta su existencia en mi piel desnuda. Me rasco el cuello mojándome los dedos y me los seco entre ellos. Me despierto de mi agobio, el avión comieza a moverse. La sutileza del movimiento estimula mi reacción, aunque mi mente sigue en blanco. El reflejo del sol de Mendoza me encandila por las ventanillas tímidas y austeras del avión. El calor no se queda atrás.
Nuevamente el avión caduca en la quietud. Miro por las ventanas aquellas montañas que tanto extraña mi alma en mi ausencia. Adiós Cordillera, será tal vez en cinco o seis meses que te vuelva a ver, a palpitar, a vivir.
El ruido de las turbinas se incrementa hasta dejarme ciega de sonidos. Avanzamos. Los olores se calman aunque aun sigo rozando la piel de mi compañero. Me tranquilizo, llega un poco más de aire. El avión empieza a tomar envión para su apoteótico despegue mientras que en mi pecho juega el intruso sudor. El calor motiva un intento de desnudez pero reprimo mi deseo.
El avión comienza a acelerar, mi corazón también se acelera, mi palpitar se enfurece por la presión. Miro a mi alrededor, vamos todos tensionados contra los respaldos hasta que finalmente se eleva.
La esencia del desierto Mendocino se logra palpar aun más en las Alturas. Se pueden diferenciar los escasos árboles del paisaje árido. El calor se apacigua, ya puedo respirar. Mi cuerpo sigue empapado, mi cardio acelerado pero me relajo. Estoy volando, que irónico. Vuelo, vuelo sola. Veo todo tan pequeño, tan chiquito y no entiendo como hace dias atrás sentia que el mundo me quedaba demasiado grande.
Ya viene el refrigerio, un alfajor chileno de dulce de leche con un jugo de naranjas. Ojalá que calme mi sed, o mejor dicho mi ansiedad. Abro el alfajor, estoy entretenida. El señor sentado a mi lado se devora su snack. Tal vez estaba consumido por el aburrimiento crónico de volar. Observo como su canoso bigote se mueve de un lado a otro. Sonrío a medias. Es un hombre de gracioso perfil y me pregunto cuál será el motivo de su viaje.
El piloto comienza a hablar, su voz invade todo el avión. El tiempo en Santiago es bueno, que se complace que hayamos elegido esta aereolinea. La azafata con ese acento chileno tan característico habla con mi compañero de asiento, el Bigotudo. Ella trae un reloj divino en su opinión. Sin embargo, la magia de la venta se disipa cuando anuncia que vale noventa y nueve dólares. Sin titubear el entrega su tarjeta de credito, firma y muchas gracias por su compra. Guarda la tarjeta en su billetera y me mira con antipatía. Doy vuelta mi cara indeferentemente como si realmente no me importara. Miro hacia mi derecha hacia mi otro compañero. Está dormitando con la boca abierta como una fosa invitándome a espiar por dentro. Tiene lentes negros y unos rulitos en la cabeza bastante particulares.
El cautiverio de mi pensamiento es irresistible y el aire sigue siendo irrespirable. Me distraigo mirando por la ventana otra vez. La majestuosidad de las montañas, su grandeza, su belleza mantiene viva mi admiración. La nieve eterna se deposita en las cumbres para pasar el verano, para invernar.
Me percato del descenso porque mi oídos por fin se tapan. Empezamos a descender suave y sigiliosamente. Planeamos en el loco cielo destructurado. Las montañas ya son más bajas. Intento tragar saliva constantemente por la molestia de mis oídos, pero es inútil.
Los anuncios de la azafata informan que estamos descendiendo, que pronto aterrizaremos. Que irónico, justo cuando los olores insoportables y los sudores se secan, cuando ya empezaba a disfrutar del viaje.
El vuelo a Santiago llega a su fin y una etapa de mi vida con él. Tantos momentos, tantos recuerdos. No quiero enfermarme de nostalgia aun. La melancolía ya llama a mis puertas y no hace ni una hora que partí de Mendoza y ya la extraño. Y otra vez la literature me consuela de mi crónico desarraigo. Otra vez escribir me calma el llanto y me nutre de paz. Decir adiós a mi gente, a mi tierra es el obstáculo más difícil. El sentimiento de pertenencia, mi patria, mi Argentina, mis seres queridos, todo aquello que me llena, que me completa, que me enseña, que me ama. Otra vez plasmar mis agonías, mis dolores y mis vacíos en un papel me obsequia su consuelo. Esta vez sólo un par de lágrimas se asoman por mis caídos ojos pero doy gracias al profundo abrazo de la tinta en este solitario y triste viaje.
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