La calle oscurecía de un verdor opaco a medida que el sol se escondía tras los edificios de la factoría. Apreté el paso enfundado en mi gabán, las manos a buen resguardo, respirando el aire límpido y frío del ocaso. Mi mente en blanco no por ausencia de pensamientos sino por exceso de ellos cual una rueda cromática girando a velocidades supersónicas. Palpé la cacha del arma en el bolsillo de mi gabán para renovar el trágico designio que debía enfrentar y no permitir que mi cerebro fuera agujereado por la andanada de pensamientos en contrario que ordenaban regresar, deshacer la orden impartida por no se sabe quién para ultimarme, liquidarme, borrarme de este mundo y pasar, no sé..., a otro escalón dentro del juego. La oreden era perentoria: debo morir.
Pero, ¿Por qué?, ¿Para qué?, ¿Para Quién?. ¿Y acaso importa?. Hay máquinas, lo mismo de metal como biológicas, que en su programación interna traen un código de autodestrucción que se activa al perpetrase determinado hecho, o una serie de hechos, o un evento sin importancia. Cuando el código se activa, comienza una cuenta regresiva oculta y silenciosa, que trabaja artera preparando el escenario de nuestro último acto. Un acto no banal, por supuesto, por que es interpretado por nosotros mismo como homenajeador y homenajeado. No es una muerte trivial, no señor. Es una muerte programada en horario y efectos. Nada queda al azar, nada que nuestra voluntad no examine con detalle, nada que pueda confundirse con un accidente o mezclarse con una agresión. Nada, de eso y en eso, justamente, radica su atractivo.
El sujeto terminó de repasar estas ideas mientras apretaba con saña el duro metal en su bolsillo. Volteó de lado a lado la cabeza para asegurarse de que estaba solo, como cuando vino al mundo sin una mano que agarrara la suya y le indicara, al menos, los caminos preliminares. Se aproximó a un zaguán y extrajo el acero del bolsillo sin vacilación. Ojeó por algunos instantes la pistola de tambor devorando cada centímetro de acero, como queriendo fijar en su mente el último objeto que contemplaría en esta dimensión, en este escalón si de escaleras se tratan las vidas que debemos vivir. Por último y de un solo gesto, dirigió el cañón a su boca al tiempo en que una visión colorada y nada más, nada más, nada más.
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