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La vida burguesa le había convertido en un auténtico inútil. Vagaba sin rumbo por los pasillos y habitaciones de la casa con la mente ausente, embobado en un sueño lejano. Los pocos amigos de su juventud se habían ido distanciando poco a poco, hasta olvidarlo por completo. Ahora era un hombre solitario y taciturno cuya rutina transcurría monótonamente. Adoraba la vida contemplativa.

En tiempos anteriores, su familia había sido una de las más activas en la vida política de Alejandría, pero abatida por los continuos conflictos sociales de la ciudad, se resignó a aprovechar de la mejor manera posible su consolidada posición económica sin intervenir en los asuntos de la politeia urbana.

Estaba casado con Judith, una judía descendiente de banqueros que en el pasado había sido considerada como la más bella mujer de la orilla oeste del Nilo. En su juventud, ambos se habían amado con pasión, pero pocos años después de la boda la relación se convirtió en un tedioso diálogo militar. Ahora ella vivía lejos y tenía una vida ajena a su marido.

El gran palacio en el que residía se tenía por abandonado; sólo los más mayores sabían que tras las decrépitas paredes heridas de tiempo habitaba el que en su día fuera uno de los personajes más populares de la ciudad. También ellos eran los únicos que aún recordaban la historia que en un tiempo lejano ocupó las portadas de los periódicos y sirvió de pretexto para largas conversaciones entre los ciudadanos.

Tenía un aspecto herrumbroso: normalmente vestía trajes raídos, y si no era cazado hábilmente por alguna de las criadas, podía pasarse semanas sin que una gota de higiene entrase en contacto con su cuerpo. En ocasiones transcurrían días sin que probase bocado, y los platos de comida brotaban por toda la casa como hongos en una cueva húmeda. Sólo una cosa lograba excitar su cerebro como para hacerle moverse: los libros. Poseía una de las más grandes colecciones de libros de Egipto. Si Alejandría no hubiese sido famosa por la arcaica biblioteca calcinada, podría sin duda serlo por la suya. Los más primitivos saberes mediterráneos compartían balda con la narrativa más moderna. Tratados astronómicos, médicos, mapas, libros de viajes, cuadernos de guerra y fabulosas novelas eran tan sólo una breve parte del inmenso repertorio.

Caminaba con un libro en las manos, leyendo en voz alta obras que conocía de memoria. Quien le hubiera calificado de loco sin haber tenido en cuenta su situación, habría incurrido en un grave error.

Texto agregado el 07-04-2006, y leído por 104 visitantes. (0 votos)


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