La ciudad le transmitía un sentimiento. Todas las ciudades lo transmiten. Un sentimiento amplio, una multitud abigarrada de calles, formas, luces y personas que conforman una sensación homogénea y aglutinada que define a la ciudad como si se tratase de un adjetivo universal que abarcase todas y cada una de sus minucias en una sola palabra. Y a la vez, ese concentrado puede desplegarse de manera diferente en cada persona, tomando en su heterogeneidad las cosas significados opuestos pero que a la vez conforman ese sentimiento global que tiene cualquier ciudadano.
De vuelta a su casa, divagaba acerca del origen de aquellas calles grises y húmedas, reconstruyendo vidas, imágenes y sonidos que explicaban de alguna manera la desolación arquitectónica. La guerra, todavía latente en los corazones de los habitantes, la industria, las fábricas grises, los obreros que volvían grises a sus hogares grises. Miseria alimentando la miseria. Sí. Todo tenía que ver. Luchaba por cambiar lo inevitable. Son los obreros quienes perpetúan su tortura. Son las ratas que necesitan comer el queso de la trampa para no morir de inanición.
Las tabernas mugrientas de los barrios pobres, donde los asiduos personajes de la noche hacían su jornada. Desde fuera se oía el murmullo sordo de una multitud de voces hablando bajo. Y a la puerta de alguno de los antros, una pila de cuerpos ebrios y sucios servía de rótulo al negocio. Pero ahora no tenía tiempo de eso.
Por fin llegó el edificio donde vivía. Él y el resto de su familia, o lo que quedaba de ella. Pronto se encontró con el viejo olor rancio y húmedo que emanaba de debajo de cada puerta del inmueble. Aquel olor que empezó odiando se había convertido ya en una necesidad, lo que le indicaba que no se había equivocado de puerta cuando llegaba borracho a casa. Las escaleras constituían todo un reto. Antaño la casa había sido usada como refugio de uno de los bandos en la guerra y una explosión de su propia dinamita había causado el derrumbe de gran parte de ella. En muchos tramos había que caminar con un pie delante del otro.
Su familia dormía. La madre, enferma, llevaba sin salir de la cama más de dos años. Calmaba su dolor con morfina que el hermano de Julian robaba del hospital. Éste compartía cama con Marguerite, que había abandonado la escuela para ponerse a trabajar. Marguerite tenía catorce años. Julian nunca quiso educarla, y la había dejado en manos de su hermano. Pero en el fondo sentía un gran amor por ella. Esta falta de relación con su hermana era lo que le retenía de impedirla que se prostituyera. Hablaba mentalmente con ella, le rogaba que dejase la profesión mirándola fijamente a los ojos. Ella le entendía. |