Cuando mi madre me contó el milagro de mi existencia no me sentí elegido ni afortunado, sino encabronado. Nací en una noche de agosto, caliente y húmeda. El doctor en turno, un joven sin experiencia, me sacó, cortó el cordón umbilical, ejecutó un par de nalgadas y me despachó al cuarto de los recién nacidos. Mi vieja se enteró más tarde de que su primer hijo estaba destinado a la muerte. Su hijo no sobrevive este día, le dijeron, antisépticos, como siempre.
Me llevaron a la sala de los deshauciados, a morir y dejar vivir. Colocado entre viejos cuerpos enfermos esperé la muerte. Los quejidos, los lamentos, las respiraciones cortadas, el rechinar que las llantitas de las camas hacían cuando sacaban un cadáver fresco, si, todo eso no era tan terrible como el silencio de mi ojos asustados. Me confrontaban con la muerte.
Sobreviví.
Nadie sabe cómo ni por qué, pero tres días después de mi anunciado final me regresaron a la sala de los recién nacidos, sano. Miré a los otros bebés, triunfador. En sus caras descubrí el reflejo feliz de la estupidez…. Asustados sin saber qué es el miedo; iracundos, creyendo que el destino se deja doblegar con llantos y gritos. Pobres diablos, me dieron lástima.
Mis débiles tres kilos habían presenciado el lado cruel de la existencia sin caer en las redes de la locura; eso ya era ganancia.
Pero la muerte, esa puta desgraciada, despechada y rencorosa, no me dejó en paz. La diarrea invadió mis pequeños intestinos, una semana después de salir del hospital. Todo lo que comía, es decir, leche, salía en segundos, líquida, hecha mierda. Aún en esas circunstancias tuve humor: Si Cristo hizo, en segundos, del agua vino; yo hacía de la leche mierda…
Todas la leches se iban por el culo, sin alimentarme. Me estaba muriendo de desnutrición.
Mi papá, un tipo canalla, bebedor y mamador, tuvo la única buena idea de su vida. Una mañana despertó nublado por el alcohol y pensó en voz alta: leche condensada, hay que darle leche “Carnation”, de la evaporada. Dicho y hecho. Tomé de la Carnation. Esperaron el resultado. Me observaron el hoyo del ano como si fuera un pollo a rellenar. No cagué ¡Gracias Virgencita de Guadalupe!, gritó mi vieja. Días antes me había llevado frente al altar de la virgen. Prometió, sollozante, que si su hijito salía vivo de esta lo llevaría cada año vestido de indito Juan Diego a la iglesia, los doces de diciembre, durante quince años: los doce apóstoles y la divina Trinidad hacen quince. Carajo.
Así fue. Cada doce de diciembre, en la misa del mediodía, aparecía yo, disfrazado del ridículo Juan Diego, con un zarape, bigotitos pintados, sombrerito, huarachitos e imbécil.
¡La guadalupana, la guadalupana, la guadalupana, tralali tralalaaaa!
Esos bebes, de los que alguna vez me burlé, ahora crecieron. La cara de imbéciles la tienen aún y no han logrado comprender los designios del destino. Pobres diablos.
Algunos de ellos esperan afuera mi salida. Aunque tengo once años de edad parezco más adulto. La experiencia se deja ver en mi rostro.
Hoy es doce diciembre. Dentro de poco comienza la odiada misa del mediodía y mi pinche madre no tarda en decirme con su voz chillona que salgamos ya.
¡Carajo! Ella sale con ese cirio inmenso, rojo, cantando desde la casa hasta la iglesia la puta cancioncita de la guadalupana ¡Los veinte minutos que dura la trayectoria!
Allá voy, con estos mugrosos hijos de la chingada que tengo como amigos detrás mío, haciéndole coro a mi mamá y burlándose de mi por ser el único que a esa edad se deja disfrazar. Ni pegarles puedo porque voy de indito Juan Diego y prometido a la Virgencita de Guadalupe.
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