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Hijo del Silencio.

Aún no sabía bien con qué se iba a encontrar. Tampoco con quién. Pero allí estaba. Esperando tras la puerta que el anciano llegue a recibirlo de alguna manera. Después de todo, no estaba en condiciones de reprochar o ironizar alguna acción. De ese modo se habían dado las cosas y de ese modo era como debían suceder ahora.
Un relámpago le hizo volver la cabeza hacia atrás. El panorama lo abrumó. Por un momento pensó en regresar al vehículo y huir del lugar. Pero era tarde y ya había llegado demasiado lejos.
Una gota que cayó sobre su hombro izquierdo forzó la migración de la idea como si de un disparo se tratase; disparo que ensordece a los pájaros que vuelan en bandada hacia el horizonte que se distorsiona en la distancia. El cielo parecía no resistir mucho tiempo más. Se aproximaba la lluvia. A pesar de haber pasado sólo un par de horas del mediodía, la oscuridad cubría la calle. El viento, pesado, húmedo, barría las hojas secas que el otoño había derramado en su llegada prematura. La calle desolada. El universo mudo. El barrio, residencial, de casas imponentes, aguardaba lo inevitable. La tormenta era inminente.
Y hacía ya más de diez minutos que aguardaba tras la puerta. La idea de regresar volvía a su cabeza. Pero antes de poder afirmarse, se oyeron del otro lado unos pasos lentos, cansinos. El anciano arrastraba los pies hacia él. Entonces notó un ardor en su estómago.
Y sintió pena antes de tiempo.

Hacía mucho tiempo que no sentía tanta vitalidad. Hacía mucho tiempo que no disfrutaba tanto de un baño caliente. Podía sentir el agua fluir por su cuerpo sin tener q pensar en el dolor causado por las huellas de la edad.
Se recostó en la bañera con todas las complicaciones de una persona con más de ocho décadas respirando, y cerró los ojos. Se sumió en un espacio vacío, profundo y cerrado. Sin dolores, sin tiempo, sin entorno. Sólo la imagen de su esposa, con quien había compartido la mayor parte de su vida, interrumpía por momentos esa serenidad. Ella dormía aún más profundo y, por momento, la espera por su regreso se hacía espesa, pesada. Por la tarde debía visitarla al hospital. Y le llevaría flores, y le hablaría como cuando tenían veinte años y hacían el amor al pie o la cima de la montaña en la que estuvieran. Pero eso sería más tarde. Ahora descansaba. Y lo disfrutaba como nunca.
Silencio. Oscuridad.
Descansaba en un alto nivel de placer. Y cuando estaba a punto de sumirse en un profundo sueño, un sonido opaco lo sobresaltó. El agua se esparció por el piso fuera de la bañera. Con mucho cuidado y con la ayuda de la grifería logró incorporarse. Se mantuvo un segundo en su lugar, expectante. Entonces alguien volvió a golpear en la puerta.
Tardó varios minutos en secar su cuerpo y vestirse con una bata roja. Calzando unas pantuflas del mismo color, encintadas en seda, caminó hacia la puerta.
Del otro lado alguien lo esperaba.

Marcos del otro lado.
Guido tras la puerta.
Padre e hijo. Tras muchos años de no verse las caras. Y no era el mejor momento. Si alguno hubiese querido elegir un momento para volver a verse, ese quizás hubiese sido el último.
Pero la puerta se abrió y descubrió los rostros.
- Hola – saludó el hijo.
En la cara del padre se dibujo una mueca de sorpresa. A boca abierta y seño fruncido, respondió:
- Hola… - su cabeza recorrió todas las formas de continuar la frase, pero no encontró nada y el silenció poseyó el momento.
La puerta terminó de abrirse y todavía en silencio, ambos se saludaron con un beso frío y veloz.
Se dirigieron por el pasillo hacia la mesa de la cocina. El hijo asombrado por la vejez de su padre y el padre asombrado por la vejez de su hijo.

Sentados en la mesa, frente a frente y con un vaso de agua cada uno, el hijo se limitó a mirar al padre a la cara y plegar su corazón sin querer ver su reacción ante lo que estaba por hacer.
- ¿Qué pasa? – se anticipó el padre.
- Hoy temprano recibí el llamado de mi hermano. Quería que viniera a decirte que mamá murió. A la noche, cerca de las cuatro.
El anciano – más anciano que nunca antes -, sintió caer sobre sí una capa de acero que lo aplastaba con la fuerza de un animal. Hubo un dolor en el pecho. Un malestar en el estómago. Pero los años le habían enseñado a sentirse mal, y supo dominarlo.
No hubo más palabras. De ninguno. Ambos con la cabeza gacha, y tan avergonzados como desolados, permanecieron inmóviles. Construyendo un silencio agradable, nada pesado.
Pero al igual que la vida, la muerte implica responsabilidades. Y el peor trabajo del hijo no había terminado.
- Creo que va a ser mejor que no la veas. No tiene sentido.
El anciano reflexionó un momento.
- ¿En donde está? – preguntó.
- En el mejor lugar donde podría estar.
La respuesta del hijo, seca y segura no tuvo éxito. Y tras otro silencio, el padre continuó…
- ¿Y no la voy a ver más? – Entonces, la mandíbula y el mentón del viejo comenzaron a temblar mientras sus ojos se llenaban de sesenta y dos años de lágrimas. Un brusco espasmo se apoderó de él en un instante y lloró desconsolado, esperando que sus ojos despidieran el dolor que le ocasionaba la muerte de su mujer. La muerte de la otra mitad de su vida.
- Quiero verla – alcanzó a decir. Y mientras su hijo intentaba reprimir las fuerzas que le pedían consolar a su padre, se puso de pie y lo tomó del brazo.
- Vamos – le dijo.

El vehículo se demoró veintiséis minutos en llegar a la casa en donde descansaba el cuerpo de la anciana. Minutos que como debía ser, el tiempo se los llevó en el aire y los devolvió al recuerdo. Y en silencio. Siempre en silencio. El cielo aún prometía lluvia, pero resistía.
No era mucha gente la que rodeaba al cajón del difunto. Había en la sala un murmullo bajo y constante que sólo se detuvo a la llegada del anciano.

…el hijo debía ayudar al padre a bajar del auto. Lo tomó del antebrazo y con mucho cuidado lo sostuvo en sus brazos. Como a un ciego lo dirigió en el camino y se detuvo al entrar a la sala de velatorio. El lugar estaba repleto. Las voces callaron. Y su padre se soltó del brazo para caminar hacia el cajón, haciendo caso omiso a cualquiera que se cruzara en su camino. Lo dejó ir. En su pecho flotaron todas las palabras que no supo expresar.
Muchos se acercaron a saludarlo. Cruzó palabras con gente que hacía mucho que no veía e incluso con muchos a los que jamás había visto. Prestó el oído a escuchar lejanos consejos que no impactaban en su cabeza. Le pesaba el pecho.
De un momento a otro, se sintió mareado. La sala comenzó a dar vueltas y tuvo que salir a tomar aire. No podía volver a entrar. Lo sabía. Tomó las llaves de su auto y se marchó.
Varias horas después, y más cerca de su hogar, rompió en llanto.

…el padre tomó a su hijo por el brazo y logró descender del auto. Lucía un traje negro que había descansado durante años en el ropero.
Caminó unos pasos hasta entrar en el salón. Nadie había en el lugar. Sólo un cajón que cobijaba el cuerpo con el que había vivido durante tantos años. Se acercó y pudo ver su rostro. Nítido, puro, hermoso como siempre le había contemplado. Caminó a su lado. Posó una mano en su frente y comenzó a acariciarlo. Comenzó a oír voces al otro lado de la sala. Voces que le incomodaban y rompían su intimidad.
Y comenzó a llorar.
Su cuerpo perdía peso y fuerza. Estaba liviano, pero no lograba sostenerse. Y las voces gritaban. La sensación de descender aumentaba y la visión, que hasta hace un instante era lúcida, había desaparecido. Se encontraba en la oscuridad.
Oscuridad y voces.
Distorsión, pérdida de noción. Pero estaba conciente. Sentía una auténtica fluidez al respirar. Y sonrió. Sonrío porque notó que las voces se iban. Recobraba la intimidad.
Y cuando alguien lo tomó de la mano, recobró todas las fuerzas para esbozar otra sonrisa.
Podía respirar y las voces se apagaban.
Y así, en plena oscuridad, cerró los ojos y durmió.






Texto agregado el 07-04-2006, y leído por 114 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
16-04-2006 Amigo...llevo horas leyendo y este cuento sí que lo he disfrutado. marasu
07-04-2006 Me gusto mucho como narraste tu cuento, en lo personal lo encontré muy interesante y profundo. Saludos***** clear_su
 
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