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Nunca olvidaré ese juego de platos que un día cualquiera apareció en mi casa, como tantos otros que existieron y se fueron aniquilando poco a poco, ya sea porque el destino de la vajilla es tan aciago y tan diferente al que tienen los cubiertos, que sobreviven en el tiempo y son testigos de tantas veladas y eventos importantes, lo cual no lo puede decir un plato, ese plato, mi plato.

Por vez primera, en mucho tiempo, después de escarbar mañosamente con mi tenedor los ingredientes de ese para mi poco grato estofado, di con la imagen de un castillo medieval que se dibujaba al fondo de mi plato. Nunca había reparado en él y por simple evasión, por diversión o por ocio, me di a la tarea de ir descubriendo sus almenas y sus múltiples ventanas, tras las cuales imaginaba una vida fascinante, envuelta en una atmósfera que me hablaba de señores feudales, de mujeres sumisas y hábitos de vida que me parecían de un romanticismo ensoñador. A mis siete años, la magia se desbordaba en los asuntos más triviales, por lo tanto, lo descubierto en ese plato era una veta que no dejaría de lado.

Día tras día, me sentaba a la mesa con la expectativa de ese encuentro. Lo que me separaba de esa cita variaba cada vez. En ocasiones, era una contundente cazuela que me permitía visualizar un fondo turbio en que entreveía una misteriosa puerta que pronto se me franquearía para que yo, cual Alicia gastronómica, develara sus secretos. Otras veces era un pantanoso plato de lentejas que yo iba devastando a regañadientes para alcanzar aquel puente levadizo que amenazaba con dejarme afuera. En otras oportunidades era un bosque de acelgas, una llanura de puré o un océano hirviente de sopa de pollo, obstáculos insalvables, a menudo, que eludía con una serie de artimañas que había preparado ex profeso. Mi perro Chevrolet era siempre un buen cómplice que me ayudaba a traspasar la frontera, devorándose de un bocado lo que para mí era un largo suplicio.

Ya con el plato limpio –y antes que mi madre lo retirara con una sonrisa de satisfacción- yo revisaba minuciosamente cada detalle del dibujo. Imaginaba opulentas aves surcando ese reducido espacio y una suave brisa acariciando los matorrales del paisaje, mucha servidumbre ocupada en sus menesteres diarios y distribuida en cada habitación de ese enorme castillo. Repasaba una vez más su arquitectura plana y me regocijaba pensando en algún gentil caballero que preparaba sus armas para acudir a alguna guerra. Fue entonces que lo vi. Aún hoy pienso que no fue mi imaginación, que realmente existía en una de esas ventanas un señor que contemplaba el exterior con ojos melancólicos, un personaje oculto entre cortinajes sepia que deseaba establecer acaso una especie de comunicación conmigo. Al principio sentí un poco de miedo, creí que de pronto, una fuerza extraña me impulsaría al fondo mismo de ese castillo y entonces me enteraría de cada asunto que allí ocurriera y antes que alcanzara a reaccionar, aquel hombre, ese caballero melancólico posaría sus ojos en mí y bastaría una mueca, un gesto errático para que él ordenara mi ejecución o simplemente que se me vistiese de reina para hacerme su doncella.
Tuve hermosos sueños derivados de aquella situación, me imaginaba rodeada de sirvientas que me acicalaban y me ataviaban con regias vestimentas, pero de pronto todo cambiaba y eran manos bastardas las que me tomaban en vilo y me conducían por lóbregos túneles hasta oscuras celdas en las que escuchaba ayes de dolor e inaudibles gemidos de moribundos. Ya en medio de la negrura, lo sabía frente a mí, embadurnado de sombras, aguardando que me repusiera de mi espanto para confesarme algún secreto.
Despertaba enloquecida, sudorosa, pero con el corazón tañendo una extraña cuerda, hasta entonces desconocida para mí. La realidad me circundaba pero el misterioso personaje permanecía quieto dentro de mí hasta el próximo almuerzo o cena.

Tras cenar, ahora con un apetito desusadamente voraz, crucé una vez más el límite de mi imaginación y abreviando mi recorrido por el lánguido paisaje, posé mis ojos en el punto exacto en que confluían esas manchas que daban forma a mi señor, a mi caballero, acaso a mi carcelero. Y allí estaba, ahora con la mirada más melancólica que nunca, ya no lucía ese mentón imponente que invocaba potestad y furia, sino que parecía querer decirme algo. Entonces aproximé mis ojos al plato hasta quedar miope y el señor se me desfiguró, transformándose en un montón de manchas absurdas que lo desaparecieron.

Así, día tras día y noche tras noche, visité al camaleónico Arthur, que así lo bauticé y cada vez su rostro reflejaba una nueva expresión. Le inventé una investidura, él era hijo del anciano señor del castillo y sufría por el amor de una princesa de lejanas regiones. Necesitaba liberarse de allí, abandonar el castillo para ir en pos de su gran amor. Pronto se enrolaría en el ejército para regresar más tarde triunfante pero con la misma melancolía en su rostro. A menudo escribía encendidas cartas de amor que luego ataba a las delgadas patas de las palomas mensajeras y las enviaba a destino. Pero alguien estaba concertado para eliminarlas en cuanto estas emprendían su vuelo, por lo que su amada nunca llegó a enterarse de su desventurado amor.

Pero como la lógica de la vida tiene también esas aristas inexplicables, cierto día en que vaciaba el plato, mi mágico plato, en el tiesto de Chevrolet, para regalarle una carbonada que me separaba de mi señor, el utensilio resbaló de mis dedos y cayendo al piso de baldosas, se hizo añicos. El grito que lancé, alertó a mi madre que descubrió, por fin, el motivo real de mi poca tardanza para comer. La zurra que me dio, no me dolió tanto como contemplarla después como barría el estropicio. Con desesperación comprobé que entre aquella repugnante mezcolanza de restos de comida y pedazos de vajilla, se iba mi señor destino al tacho de la basura.

A escondidas, escapé de mi pieza y agazapada, me dirigí al basurero. Allí escarbé con desazón y al borde del vómito, pude atrapar por fin el pedazo aquel en que se circunscribía la estampa gallarda de mi caballero. Pensaba encontrarlo allí, contemplándome tristemente a través de la ventana. Le pediría que me perdonara, que yo lo conservaría oculto entre mis cosas hasta que se resolviera su dilema. Le diría tantas cosas, pero cuando tuve el trozo de plato entre mis dedos, juraría haber sentido la calidez de un beso en mi mejilla de niña ilusionada. Por extraña casualidad, en ese preciso momento, una blanquísima paloma surcó el aire por sobre mi cabeza y yo, con la convicción del niño que no tiene claro el límite entre realidad e imaginación, imaginé que, de algún modo, esa hermosa ave llevaba por fin la carta más inspirada para la enamorada lejana.

Curiosamente, en el menguado horizonte de lo que quedaba del plato, allí, justamente en donde el señor solía contemplarme con sus ojos tristes, ahora sólo imperaban las sombras. Por lo tanto, sonreí con gran alegría al comprender que al romperse el plato, había liberado a mi señor del hechizo y que ahora acudiría ansioso a los brazos de su amada.

Desde entonces, mi apetito mejoró y ya nunca más tuve la ansiedad de vaciar con prontitud los platos que se me pusieran por delante, ya que ahora mi mente divagaba con ese señor que había liberado de su angustioso cautiverio y que ahora, por fin, había encontrado su felicidad.

Texto agregado el 06-04-2006, y leído por 277 visitantes. (9 votos)


Lectores Opinan
01-10-2008 Querida Amiga: He deleitado tus palabras en este cuento; me sorprendí al ver que era un castillo en el fondo del plato, y allí un mundo de ensueños y aventuras. Me gustó mucho tu uso del lenguaje, es amplio, claro, transparente; el tema totalmente existencialista; la relación con los objetos y sus circunstancias, y como en ellos vemos esa magia; la visión no contaminada de una niña; los temas de la esperanza, el desencuentro y al final el dolor de crecer y no poder ver lo que se esconde cuando somos niños. Me recordaste una escritora chilena que por supuesto no me acuerdo del nombre, que escribió unos cuentos cortos, te lo llevaré en mi próximo viaje. Amiga siga escribiendo; hay un mundo de posibilidades.... allí Love you Vicky_donoso
29-03-2007 Ingenioso y bien escrito, encantador. Felicidades. Beltar
28-06-2006 Qué bonita imagen nos permites ver desde tu ventana... los primeros devaneos amorosos de una niña con una imaginación espléndida, la cotidiana espera del castillo escondido bajo el alimento. Me ha encantado especialmente cuando comparas a la comida con bosques y llanuras, y el nombre del perro ¡Chevrolet! jaja, qué original. Nada, que te dejo estrellas, que te las mereces. Un abrazo. neus_de_juan
19-05-2006 "Devórame otra vez" decía una canción. Original y muy imaginativo relato. Texto a rescatar en comedores infantiles para motivar a los niños a comer comida "sana" y no "basurra". Y por lo que a mí respecta, esta noche mismo apuraré el plato por ver si veo mi castillo encantado. azulada
19-05-2006 Toda la inocencia e ingenuidad de un niño, nunca mejor expresadas, me encantó tu relato. gamalielvega
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