A principios de los 80´s, en la secundaria, no le interesaba saber en dónde está Chiapas ni conocer la capital de algún país perdido. Lo que le gustaba era el rock de AC / DC, el cuerpo de María Elena y salir con su amigo Michael Jackson. Los colegas le habían puesto ese apodo porque una vez, frente a todos, mientras resolvía un problema de álgebra, sufrió un ataque de epilepsia. Se retorció como el Jackson, sólo faltó el pasito para atrás, pero ya era pedir mucho.
Jackson y Pepe salían juntos a disfrutar la vuelta en el centro, comer tacos y tomarse una cerveza enfrente de las mujeres, para demostrar que ya eran hombres.
Un lunes se fueron de pinta. Mala idea. El zócalo estaba vacío. Los únicos que merodeaban por allí eran los boleadores de zapatos, lo vendedores de periódicos y los abogados que se dirigían al municipio. Se sentaron en uno de los bancos a esperar qué sucedía. A esa edad todos creemos en el destino.
En una de esas se les acercó un tipo grandote, delgado y joven, como de treinta años. Tenía pinta decente. Les preguntó, con un cigarro en la boca, que qué hacían sentados en el zócalo; un lugar aburrido a esa hora. Jackson respondió que nada, sólo esperar. Ya no esperen, refutó el tipo, vengan conmigo.
¿Para qué?, le preguntó Jackson, desconfiado, pero haciéndose el tranquilo.
Vengo de paso. Me hospedo en el Hotel Calinda, en el centro, a dos cuadras de aquí. Tengo unos videos pornográficos en donde se ve bien cómo un negrote se coge a un par de gringas jovencitas, una televisión portátil y una videocassetera, ¿qué ondas?, no las quiero ver solo. Si ustedes compran las chelas, yo les invito las pornos.
Dicho y hecho. A esa edad pubertosa y en esa época de restricciones no fue difícil convencerlos: chelas a cambio de pornos, y en una de las nuevas videocasseteras que sólo conocían de los anuncios. No analizaron la situación, ¿para qué?, eran dos y el tipo parecía tranquilo.
Llegaron al cuarto del hotel.
Angosto, con la cama desordenada y las paredes manchadas. El hotel Calinda pasaba sus últimos años. Ya lo demolieron. Se sentaron en el borde de la cama porque no había ni una silla. Abrieron las latas Tecatonas. El tipo tomó un trago y los observó con ojos somnolientos, cachondos.
¿Saben qué? Me la pensé de otra forma. Si uno de ustedes me la mama, les regalo las pornos y la videocassetera. Están debajo de la cama. Si no me creen chequen, allí están, esperándolos.
Los dos se agacharon a ver si los videos y el aparato estaban debajo de la cama, más por curiosidad que por estar decididos a mamarsela al perversón. Pepe sintió un golpe en la nuca. Le dolió, pero pudo ponerse de pie, mareado. Vio cómo le pegaban al Jackson dos mazasos en la cabeza y cómo cayó al suelo, gritando por el susto. El perverso había sacado quién sabe de dónde un palo de goma, de los que usan los policías militares. El tipo se levantó, decido a darle la del estribo a Pepe, pero éste abrió la puerta y salió bruscamente al pasillo del hotel. Jackson quiso hacer los mismo. No pudo. El ataque epiléptico se lo impidió.
Lo último que vio fueron las piernas de su amigo Jackson, flojas. El perversón las metió al cuarto, con sus fuertes manos, arrastrándolas. Luego cerró la puerta.
Se fue corriendo. Aterrorizado llegó a casa.
Comió con su familia, disimulando el susto.
Aunque su papá le preguntó si había pasado algo malo no se atrevió a decírselo.
De todas formas, Jackson tampoco fue su mejor amigo. No quiso arriesgar las comodidades de hijo bueno y recibir una de las terribles palizas de su jefe, legendarias en la colonia, así que se quedó callado.
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