El domingo es el día de los extremos, según algunos calendarios es el primero, según otros, el último; es odiado o amado; se descansa o se trabaja, en ambos casos hasta el cansancio. Me intriga profundamente la aversión que en algunos provoca, especialmente porque -como todos los días de mi vida- mis domingos han sido tan variados como los colores de un muestrario de pinturas Berel, aunque en su conjunto puedo decir que todos tienen de fondo un tono alegre.
Así que me di a la tarea de levantar una encuesta, aprovechando que están de moda para medir todo, desde tendencias de candidatos, hasta íntimos hábitos reproductivos. No voy a revelar mi rústica metodología, pero les comparto que tres son las razones recurrentes para la “depresión dominical”.
Para algunos, el amanecer del domingo abre incómoda e invariablemente la caja de recuerdos de la infancia, cuando el día representaba el ocaso del descanso del fin de semana; dejando pospuesto para la semana siguiente los únicos momentos en los que la gran preocupación era decidir con los vecinos cuál aventura seguía, si la bicicleta o los patines, si las muñecas o las barbies. Nos falta agregar lo que culmina el trauma: el fatal vencimiento, la mochila de útiles escolares, desplazada el viernes al mediodía por los patines, nos recuerda que no hay plazo que no se cumpla, y así, haciendo la tarea, se vá perdiendo la magia del más colorido fin de semana.
Para otros, el triste recuerdo se debe al forzoso cumplimiento de nuestras obligaciones familiares, las cuales toman especial matiz en la adolescencia, cuando queremos demostrar nuestra independencia al atrevernos a decir por primera vez y a viva voz la mil veces ensayada frase: “No voy con ustedes a Misa, voy en la tarde con mis amigas”, o la que seguramente sigue grabada en la memoria de los papás enamorados de sus princesas, no tanto por la frase, sino por la mirada de la niña que juega a ser mujer: “No gracias, no puedo comer con ustedes, me invitaron a casa de mi novio”.
Finalmente, la minoría de mis encuestados, sin tener una razón específica, pierden la compostura facial simplemente al escuchar la palabra, dicen que no hay nada que hacer. Probablemente no saben estar consigo mismos, y los entiendo, el ruido de nuestro silencio es ensordecedor.
Les decía que el común denominador de mis domingos son los buenos recuerdos, no sé si porque mi mente me ha hecho una jugarreta - la cual agradezco- pero yo los sigo disfrutando, y aunque distan mucho de esa época donde se almacenan con más trascendencia las vivencias, mi mente recuerda que de niña, era el día cuando mi papá estaba en casa, y venciendo su cansancio, se dedicaba a consentirnos. Era el día de Misa en familia, de comer juntos. En la rebeldía de mi adolescencia fue el foro donde por primera vez desahogué una audiencia de alegatos, con todos los razonamientos que me eran posibles, hacía valer mi opinión y mi derecho de salir más de 2 veces en el fin de semana, de salir sin “chaperón”, de ampliar "el toque de queda". Cualquier juez hubiera tachado cada una de mis declaraciones, ya que pocas veces hacían referencia a “hechos propios”, mis alegatos radicaban en los permisos que le daban a toooodas las niñas de mi generación, en que me entristecía su desconfianza, en que ya estaba “grande” a mis 15 años y podían confiar en mí.
También tengo recuerdos de la otra ciudad donde mi sangre corría, allí los domingos eran espectaculares, reuniones familiares dignas de cualquier familia griega o italiana, donde las narraciones de la tía Eufrasia y sus aventuras en épocas de la revolución se mezclaban con la voz del matriarcado y sus órdenes, con la anécdota de la tía soltera, con la convivencia con los primos a quienes veía poco y quería mucho, todo esto, al mismo tiempo que se cocinaba, comía, tejía y hablaba por teléfono.
Creo que en esos momentos se quedó sembrada en esa ciudad una parte de mí, que más adelante vino a cobrar su cuenta.
Ahora los domingos son más míos que nunca, lo mejor es despertar sin alarmas, después cumplir alguna tarea pendiente “del hogar”, poca convivencia familiar, algo de ejercicio, algo de lectura.
Espero pacientemente mi cita semanal con ese tiempo que es solo mío, saboreo cada minuto, añoro su mágico color, aun cuando al día siguiente el despertador interrumpa mi sueño.
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