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"Que todo lo que participa en la materia es, hasta donde participa en ella, frío por naturaleza. Sin embargo, todo lo que en potencia es cálido, le debe esta cualidad a una fuerza viviente"
Johannes Kepler.-


Está tan helado que pienso que moriré. Me froto las manos ante el aliento que sale como humito visible desde mi interior (como aire mirable). Pienso en mi iglú construido con las últimas fuerzas del día, en sus terminaciones imperfectas, y en que me salvará la vida esta noche que hay tormenta."¿Cómo estarán los otros?" Alcanzo a preguntarme antes de que, rendidos, los ojos se me cierren. El día fue arduo, nos movimos tanto, casi 80 kilómetros recorridos lo más rápido posible, llevando las pieles de oso, las provisiones y las medicinas para el pueblo. Los perros quedaron exhaustos, y es comprensible, porque objetivamente son ellos los que hacen todo el trabajo. Uno va ahí detrás, estático, petrificado, afirmado con destreza de las correas y equilibrado con pericia en los esquíes del trineo. Uno va ahí detrás, inmóvil, controlando la generalidad, pensando en blanco y mirando en blanco, esperando que el sol se traslade lentamente desde un punto al otro. "De un punto al otro", me digo, y río un poco, "de un punto al otro, como los perros moviéndose en el desierto".
La risa, venida en dormitación, me espabila. Me incorporo. Está tan helado, tan helado. Quizás los demás no lograron llegar al refugio y se vieron alcanzados por la furia salvaje de la naturaleza, la tormenta clara, el chasquido del viento enfurecido y dueño de la llanura. Miro las paredes de hielo y exhalo un par de respiros (me gusta ver el aire, saber cómo es, observarlo difuminarse con velocidad para tornarse invisible).
Toso. Es extraño, hace un momento no podía tenerme en pie y ahora, intento forzarme el dormir. Debe ser la preocupación. O el frío. Quizás el ulular del viento que dentro del iglú se magnifica. ¿Y los perros?, ¿cómo estarán los perros? "Los perros están bien" me dice una voz que reconozco como mía, "ellos saben cuidarse". Ellos saben. Me doy vuelta, me arrimo a la piel de oso, y suspiro.
Afuera debe estar bastante poco agradable. Debería estar feliz de tener este refugio; de haber contado con la ocurrencia de hacer un iglú en el momento preciso, y de terminarlo cuando las primeras ráfagas se batían con evidente desdén contra el humano. Debería estar gozoso o al menos relajado, y no tan tenso, no tan preocupado por los otros, por los perros, o porque el trineo quede oculto bajo una capa de nieve insondable. No sé qué me pasa. Yo no soy así. Soy un sujeto calmado, silencioso, solitario. Soy un hombre de la estepa, un ser de la llanura, de esos que piensan, pero no hablan. Soy de los que confían en que los demás están haciendo lo mismo que uno. Viviendo. Sobreviviendo. Aparcándose en el lugar más seguro en el segundo antes de que la destrucción arrecie con todo. No me entiendo esta noche. No me entiendo.
Me ovillo aún más en mi lecho. Definitivamente ya no puedo conciliar el sueño. Esta extraña sensación, maldita sensación, hará que mañana el cansancio me supere en la mitad del día. Seguramente me quedaré dormido en medio de la faena y me caeré del trineo andante a toda velocidad. Me lastimaré. Con suerte salvaré la situación con un par de magulladoras inofensivas. Sin suerte me fracturaré algo, y si eso pasa, me veré en una situación poco amena. Tendría que reptar hasta el trineo, unos cientos de metros más allá, donde lo han dejado los perros, si es que paran. Todo depende de Ralgor, el perro guía, el negro, el querido. Si Ralgor nota que no estoy, se detendrá, y con él, todos los demás. Pero Ralgor, por más perspicaz que sea, no será capaz de traer el trineo de vuelta hasta mí.
Sonrío, devaneo. No sé por qué pienso estas cosas desgraciadas. No sé por qué imagino esto y siento lo otro, el temor por mis camaradas, por los otros dos trineos, por los otros doce perros e incluso por los seis míos, enterrados en algún cercano a mi iglú. "Los perros se saben cuidar mejor que tú, cándido" me digo para tranquilizarme. Pero no me tranquiliza. Es verdad que ellos saben cavar un agujero y meterse en él para pasar la noche (un iglú mucho más barato y caliente que el mío) pero es la noche, es la noche la que me hace crecer el presentimiento de que alrededor mío una desgracia brota lentamente, abriéndose paso a la tragedia inevitable, a la cicatriz de por vida, al dolor inexplorado. Suspiro. Toso. Toso. Tengo que dejar de pensar. Tengo que dormir. Tengo que agradecer por estar donde estoy. Tengo que... tengo que salir de aquí y buscar a los otros. "Si claro, y congelarte ahí afuera" dice la voz. "Sentir cómo se te llenan los pulmones de hielo, lacerándote por dentro, destruyéndote" clausura. Siento la impotencia de mi humanidad raspándome el corazón y las tripas. Abro los ojos lo más que puedo, como si con eso lograra ver lo que, probablemente, a kilómetros sucede. Cándido, cándido, duérmete ya, cándido. "Duérmete ya, cándido".

Despierto. El frío se concentra arriba, en el pecho, no siento nada en las extremidades. ¿Cuanto habré dormido? ¿Tres, cuatro horas? Intento moverme. No puedo. Intento otra vez, no puedo. Un pensamiento rápido se cruza por mi mente. Una sonrisa macabra se dibuja imaginariamente en mi boca. Por espíritu de supervivencia, intento otra vez.
No puedo.

Es extraño. Mantenerse vivo cuesta tanto, morir es tan fácil. Es extraño porque intento aferrarme con todo lo que tengo a este algo inseguro, a la dureza, a la ruda rutina de llevar los medicamentos y vituallas al pueblo mes a mes. Es extraño que un día cualquiera ya no pueda hacerlo más y te des cuenta de que estás libre de toda responsabilidad; ya tu vida no está en tus manos, no puedes hacer nada, ya te relajas imaginando que después quizás viene algo dulce, o nada. Y la nada no es mala, es, simplemente, nada. Simplemente, nada. El aire entra con lentitud, dificultosamente. Se vara en alguna parte de mí. Quizás mis pulmones no funcionan o algo de adentro me está fallando, quizás ya no quiero seguirme aferrando con tanta vehemencia. Sólo algo me sigue perturbando y angustiando. Pienso en los otros, y pienso en los perros. ¿Qué será de ellos?, ¿habrán logrado huir a tiempo?, ¿la nieve los habrá perdonado?
"Ral..." logro emitir, en un hilillo de voz. "Ral...gor... sálvalos..." digo, como en un susurro. Confío en ti, perro. Hazlo, perro. Sácalos de aquí, huye.
Quizás ya están muertos. Quizás Ralgor, el negro, el preferido, esté muerto ahí afuera; petrificado por la inclemencia, sometido por el frío, por la ventisca, por la oscura impresión de la tragedia inevitable.
Siento como de a poco el pecho se me apreta más y más, mermando mis momentos de lucidez a un cuentagotas soporífero. Siento como lentamente la vida se me va apagando, pero muy lentamente, dándome todo el tiempo para pensar en lo que no puedo hacer, en las vidas que no puedo salvar, en las promesas que no logré cumplir. No deja de ser patético. Morir así, digo. Despacio, despacio, como un siglo secundando al otro, como un pensamiento encadenado al siguiente de forma tan burda, tan evidente, plana, tan baladí. Tan insignificante como yo en el medio del desierto, como yo congelado en mi último refugio, mi tumba prístina cavada con mis manos. Inevitable, como mi muerte, es sentirme -un último ulular del viento en las sienes-... fútil -y la imagen final-.

Texto agregado el 05-04-2006, y leído por 213 visitantes. (0 votos)


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