A sabiendas de que me esperaba una noche de billar en compañía de una tercia de amigos, el haber programado para el día siguiente un desayuno de trabajo se antojaba como una medida irresponsable. Sin embargo, cuando es llegado el momento de responder a los reclamos del despertador, no pude menos que lamentar mi cita y tipificarla como una canallada. Menos mal que nuestro pequeño torneo de bola nueve no estuvo rociado con bebidas espirituosas.
No obstante, en una momentánea lucidez miré el techo y recordé aquello de que el deber llama (aunque no tuve la ventura de entender por qué no llama un poco más tarde) y me puse en pie, con la esperanza de que un buen regaderazo obrara el milagro en mi existencia adormilada.
Con los ojos entreabiertos y siguiendo la sana costumbre, di las consabidas vueltas a las llaves para que dejaran caer el agua, mezclando la fría con la caliente hasta obtener una adecuada tibieza, pues a pesar de vivir en tierra caliente, a esa hora es bueno tenerle respeto al fresco matinal.
Pues bien, la manera lógica y natural de averiguar si la temperatura deseada se ha alcanzado, es poniendo la mano bajo esa lluvia privada y así determinar si ya es prudente proceder al baño. Pero hoy, después de un par de minutos sin la agradable sensación en la mano, caí en la cuenta de la catástrofe que en ese momento se volcaba sobre mí: el calentador se había apagado.
En fracciones de segundo ponderé mis opciones. Por supuesto que omitir el baño quedaba descartado. Era probable que el viento nocturno hubiera apagado la flama del calentador y bastaría con encenderla nuevamente. Sin embargo, tenía yo sospechas fundadas de que la causa era falta de gas. El calentador está conectado a un tanque individual e independiente y en circunstancias normales bien podría intercambiarlo por otro, sea el de la estufa o el de la secadora de ropa; pero como me consentí con unos minutos más de sueño, el tiempo que me quedaba era bastante breve y no conseguiría lograr el enroque de cilindros de gas, esperar a que el agua se calentara, bañarme, vestirme y demás operaciones y llegar a tiempo a mi cita. Imposible. Mi única opción era… interrumpí momentáneamente mi análisis mental para hacer un inventario de todas las maldiciones que conozco y que omito transcribir en respeto a quien amablemente lea esto.
Como si se tratara de un salto novato desde la plataforma de diez metros, casi con la nariz tapada me arrojé bajo la regadera. Si alguien siente todavía curiosidad por el inventario de maldiciones al que antes me referí, le puedo dar los teléfonos de los vecinos del rumbo, quienes seguramente podrán dar cuenta cabal.
Omito los detalles, para no abrir la herida de quien haya pasado por una experiencia semejante. Solo diré que en algún momento de mi gélido aseo decidí firmemente que todo era cuestión de control mental y desplegué un esfuerzo de concentración que hubiera ruborizado al Maestro Yoda. El Maestro Yoda se transformó en segundos en Rufo Coyote, derrotado en toda la línea por el Correcaminos del agua helada y sin un calentador marca Acme que pudiera servir de socorro. Para el final del desayuno mis conterturlios se preguntaban si tenía yo principios de Parkinson.
Lo bueno es que al día ya no le quedaba otra posibilidad que mejorar.
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