Continuación
La voz metálica de uno de los energúmenos atravesó el fino cable hasta el diminuto auricular en el oído de Héctor.
-- El hermano, fuera de servicio.
Al querer averiguar Pedro dónde estaba su hermano que no llegaba al salón de música, un puño enorme lo paró en seco en el dintel de la puerta. Lo dejó KO.
Inmediatamente fue retirado a una de las habitaciones donde fue maniatado y amordazado en el suelo.
Las chicas quedaron tendidas en un enorme sofá de terciopelo rosa, víctimas de los efluvios de las últimas copas de vino saturadas de narcótico. La música disco hizo de nana para sus cerebros acorchados.
Entretanto, Dani hacía trabajar sus neuronas al máximo rendimiento.
Héctor jadeaba en su escondite saciándose por el dolor que percibía en los ojos del muchacho mientras contemplaba las imágenes robadas. Lo que no podía suponer es que la cara del chico no mostraba los pensamientos que estaba tramando.
Al poco de encontrarse en aquella habitación, aparentemente sólo, comprendió que aquello únicamente podía producirse por existir alguien que disfrutase con la escena.
Cerró los ojos, teatralizando aprensión y dolor, con el fin de acostumbrarse a la oscuridad de la estancia. Comenzó a agitar la respiración, y cuando, por fin los abrió, giró la cabeza para averiguar por qué lugar era observado. Dedujo que sólo lo podrían ver a través de algún espejo o cristal y únicamente había un cuadro con cristal. Una acuarela oscura bajo la pantalla.
De improviso se agitó en la silla para acabar simulando un desmayo. En la agitación, sus brazos lograron destensar el adhesivo que los sujetaba por encima del pulóver, de manera que sus manos llegaban a los mandos.
El sádico se asustó. Dejó su puesto de observación y salió de su cuarto para entrar en el que se encontraba el de la silla electrónica. Al abrir la puerta entró luz y Dani pulsó el botón de movimiento en la velocidad mayor con marcha hacia atrás. El golpe derribo a Héctor dando su cabeza, en la caída, contra una mesa y dejándolo inconsciente.
El muchacho extrajo como pudo sus pequeños y delgados brazos de las mangas del suéter liberándose de ataduras y haciendo más fácil su escapada.
Dio gracias a Dios por haber hecho caso a Pedro y adquirir la maravillosa silla que conducía en ese momento: silenciosa y rápida a la vez, potente y versátil.
Parecía que le dictaban al oído lo que tenía que hacer en cada instante. Intuyó que podría verse con alguno de los hombres del de la gomina en el cabello y decidió accionar el asiento en posición horizontal, como quedan los bebés cuando sus mamás los tumban en sus cochecitos, con los pies por delante. Solo que, en su caso, la silla mostraba en la delantera la base firme de aluminio que debía soportar las piernas de su ocupante y eso la transformaba en un arma dirigida a las rodillas de quien se le pusiera por delante.
De uno de los bolsillos laterales extrajo una llave del montaje de aquel pequeño vehículo, lo agarró con fuerza e imaginó que lo estrellaba contra las partes blandas de algún hipotético contrincante, ya que, por su altura no podía imaginar pegar en lugares más altos.
Continuará
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