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NO ESCRIBIRÁS

No puedo escribir, se dijo. Se quedó mirando fijamente la pantalla del computador con aire desolado. Algo estaba mal, algo en el aire parecía incorrecto. No importaba cómo comenzara, siempre al alzar la vista y leer en la pantalla lo que había escrito, algo estaba mal, de una u otra forma, los artículos no calzaban bien con los sustantivos y éstos no lograban armonizar con los adjetivos. Le ponía uno, lo cambiaba por otro, luego ponía los dos, y terminaba borrándolos desesperanzado.
Inventaba una historia en su cabeza, una y otra vez. Una muchacha rubia, de vestido blanco, en un tren que pasa por algún lugar del sur de Chile, con el mar a lo lejos como un espejismo húmedo, el cielo encapotado y el bosque firme y verde, incomprensiblemente intrincado, cerca de la ventanilla desde la que observaba. Se la imaginaba de perfil, tan detalladamente que incluso podía vislumbrar los vellos finísimos de sus mejillas, brillando como hilillos de oro. Se deleitaba con sus labios sonrosados, sus párpados caídos de Afrodita contemporánea, su talle firme y sinuoso que se adivinaba bajo su vestido blanco.
Tal vez ella estaba viajando para ver a unos parientes que no conocía, o buscando a su padre que la abandonó cuando era una niña, y, como acaba de morir su madre, se ha decidido a encontrarle. Quizás está en busca de un hombre que le muestre el lado bello de la vida mediante besos fogosos y caricias afiebradas en el más íntimo de los encuentros. Quizás va rumbo a un convento, pues el desamor la ha vencido y sólo Dios le ayudó a levantarse tras haber caído en el foso que ella cavó con sus lágrimas alcoholizadas de puro despecho. Tal vez ni siquiera va a lo desconocido, sino que está camino a casa, donde su padre, su madre y sus hermanos, todos sonrosados y pequeños, olorosos a leche materna aún, la esperan en la estación de un pueblo rural, de donde ella es originaria, pero al que tuvo que abandonar para ir a estudiar a la capital, dejando aquel lugar olvidado en las entrañas recónditas de un país que pende de América Latina como un tumor maligno. Luego se la imagina como una mujer fatal y cruel, devoradora de hombres, ninfómana, que esconde bajo un velo de inocente virginidad a una diablesa capaz de las peores fechorías, con un apetito sexual destructivo que no se detiene ante nada para saciar sus más bajos instintos. De dónde viene o a dónde va, es conocida por todos como tal, y su renombre cruza las fronteras y es la oveja negra de una respetable familia de tradición católica y costumbres conservadoras, mismas que, en su férreo control, son las culpables de su comportamiento y desvaríos.
Ahora la imaginación del joven aspirante a escritor se dispara e imagina a la muchacha rubia como un ángel redentor, que baja de los cielos a castigar a los malvados con su espada de fuego y sus alas relucientes, mientas que con un gesto amable reparte bendiciones y salva a los justos bendiciéndolos con su sonrisa. Tal vez sea una de los jinetes del Apocalipsis y lleve colgando una trompeta con la que anuncie las lluvias de fuego y las pestes que desolarán la tierra. Aún más allá, se distorsiona y se convierte en una divinidad antigua, que reclama sacrificios humanos a los pueblos para lograr sus favores, que pide un tributo de hecatombes y libaciones de sangre para subsistir.
El escritorzuelo no se conforma, continúa haciendo y deshaciendo tecleando a una velocidad vertiginosa, con las manos agarrotadas por el esfuerzo, pensando una y mil veces con su creación. Le pone mil nombres, la llama de mil maneras distintas, se obsesiona con ella e imagina una historia de amor entre él y su creación. La encuentra a la salida de un bar y la lleva a pasear por la ciudad. Bailan a la luz de un farol, improvisando un vals imaginario pero acalorado entre besos y palabras cariñosas al oído. Lo lleva de la mano a una casa que ella le dice que es suya, y allí ella se desnuda para deleite de él. Luego escriben la historia de su amor casual en sus pieles sobre un sillón apolillado con la luna y un par de tímidas estrellas que en su titilar logran iluminar la habitación débilmente entre los pliegues de las cortinas. El recorre su ombligo con su lengua ansiosa e inexperta y ella le cubre de besos las manos que ya la han recorrido por completo. Luego, un ruido extraño los sobresalta. Él se levanta de un salto y ella se tapa con la chaqueta de su amante. Entra alguien, y grita con desaforada pasión, causando muecas de terror entre los que antes se amaban.
El escritorzuelo se desespera y decide cambiar de rumbo. Vuelve a encontrarla a la salida del mismo bar, y todo ocurre como la primera vez, con la diferencia que esta vez la lleva a su casa y entran entre arrumacos a la habitación donde sus papeles manuscritos se agolpan contra las paredes. Él la desnuda rápidamente, y mientras la embiste contra la pared, ella entre jadeos le confiesa que acaba de llegar desde un pueblo lejano, olvidado y que no figura en ningún mapa, que en ése lugar vive su familia, que allá tiene una reputación de mujer suelta y ninfómana pero que es sólo eso, un rumor, que ella no es así en realidad, mientras él, sin escucharla, le recita al oído versos de amor que se entrecruzan con breves suspiros y quejidos, conformando una verdadera sinfonía al amor carnal. Luego ella se deja caer sobre él, pero esta vez sus siluetas apenas se dislumbran en la oscuridad ciega de una noche nublada. Ahora él está afiebrado pensando en ella y su escribir se vuelve errático, y entonces es cuando ella le revela su verdadero origen, susurrando melancólica mientras él retoza intentando recuperar el aliento, ella se le acerca lentamente, desnuda como una luna en plenitud, y, lentamente, en susurros, le narra su historia, le habla del hecho de ser un ángel redentor caído del cielo, del cómo está descuidando sus funciones por amarle y su trabajo en la gran empresa que es realizar el Apocalipsis en la tierra. Él la mira con extrañeza y le dice que no le cree. Ella se sobresalta, se levanta y entre gritos le explica que todo lo que ha dicho es mentira, que ella es una divinidad antigua y oscura, y que necesita sacrificios humanos para sobrevivir, pero él no la escucha y empieza a adormilarse.
El escritor ha vuelto a dejar la página en blanco. El tren arriba, la muchacha desciende. Él la está mirando de lejos, fumando, desde una caseta miserable en aquél pueblo sin historia, ve cómo ella abraza a sus familiares, que la esperaban de hace rato, ansiosos. Ve con envidia cómo su padre estruja a la muchacha entre sus brazos, y el humo que exhala tiene la violencia suficiente como para aplastarse contra el vidrio y extenderse erráticamente. Decide seguirlos.
Los ve arribar, y su oscura figura, embarrada por recorrer caminos sin pavimentar y cansada por la caminata, acecha al hogar de su rubia creación. Sabe de la hospitalidad de los sureños, y de cómo éstos no le negarán hospedaje a un extranjero que busca atravesar estas tierras pero es sorprendido por la inminente tormenta. Golpea la puerta mientras la lluvia le recorre el rostro, resbalando hasta gotear por su barbilla.. Pase, siéntese cerca de la chimenea. Gracias. Aquí está mi mujer, mis hijos, y mi pequeña, que acaba de llegar.
El autor mira a su creación de soslayo mientras come con el resto de la familia. Se involucra en la conversación. Su rubia obsesión no se incomoda con su presencia. Sentada a su lado, le ofrece ensalada y no deja que su copa esté vacía de vino. Él aprende rápido, y se deja agasajar por los cuidados de una familia que no ve la negrura de sus ojos cazadores.
Atiborrado de hospitalidad, cordero asado y vino tinto, termina durmiendo en un sofá, tranquilamente. La noche llega y la casa, poco a poco, se va despoblando de ruido y agitación, y mientras los pequeños clics de las lámparas al apagarse se repiten uno tras otro, la oscuridad avanza, tomándose trozo a trozo la casa. No hay luna siquiera, no se hace necesaria, no debe haber la menor iluminación.
El autor se levanta, y, sentado en el sofá, espera a escuchar los ronquidos del padre, los resoplidos de la madre y los leves suspiros de los pequeños. Sabe que su amada no ronca ni hace el más mínimo ruido al dormir, sabe que cuando ella duerme pareciera estar sumida en un coma profundo. Comienza a caminar, despacio, intentando que las maderas de piso no crujan bajo su peso, pero es una casa vieja, y las maderas suenan, lo que lo obliga a moverse muy lento. Finalmente llega a la habitación de su musa, y con la respiración entrecortada, camina hacia ella. Un paso, luego otro y otro, hasta que logra agacharse a su lado y colocar suavemente su boca sobre la suya, poner su mano en sus pechos y irla bajando, sin que ella despierte. Luego, intenta desnudarla, con mucho cuidado. Tan concentrado está en su tarea, que no escucha llegar al padre ni su escopeta con la que está apuntándole.
Al rato, el autor y el hospitalario sureño caminan hacia la comisaria protegidos con capas de agua. Entra ellos va la escopeta, que a veces golpea en las costillas al autor cuando se demora mucho en avanzar.
Ahora el autor cumple condena por acoso sexual y allanamiento de morada. Nadie le creyó su excusa de haber estado buscando su reloj perdido en la pieza de la niña. Ahora es un hombre tranquilo, que se dedica a escribir cuando no le están sacando la mugre los otros presos y cuando logra sentarse sin que le duela el trasero. A veces se acuerda de ella, sobretodo cuando viene a verlo, pues, sin saber porqué, ella no le guarda rencor. A medida que pasan los años, ella va llegando con distintos novios, de algunos tan sólo le cuenta cómo son, otros alcanza a verlos por las rejas de su celda cuando la abrazan o le rodean la cintura con un brazo. No es muy frecuente que recuerde sus tiempos de libertad, casi hasta le agrada estar encerrado, y la melancolía no lo ha matado aún. Tal vez salga dentro de algunos años y lo intente de nuevo. No, ya no puede intentarlo de nuevo, jamás podrá volver a hacerlo, puesto que la niña que amó ya no existe, hoy es sólo una mujer. Pero siempre le quedará un tal vez o un quizá como consuelo. Quízas.

principios del 2006

Texto agregado el 04-04-2006, y leído por 101 visitantes. (0 votos)


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