Romance de Curro “El Palmo”
(Joan Manuel Serrat)
La vida y la muerte bordada en la boca,
tenía a Mercedita, la del guardarropa,
la del guardarropa del tablao del lazio,
un gitano falso, ex bufón de palacio,
alcahuete noble que al oír los tiros,
recogió sus capas y se pegó el piro,
se acabó el jaleo y el racionamiento le llenó el bolsillo
y montó este invento;
en donde El Palmo, lloró cantando:
CORO:
Ay, mi amor,
sin ti no entiendo el despertar,
ay, mi amor, sin ti mi cama es ancha,
ay, mi amor, que me desvela la verdad
entre tu y yo, la soledad,
y un manojillo de escarcha.
Mil veces le pide,
y mil veces que nones,
de compartir sueños, cama y macarrones,
le dice burlona, carita gitana,
¿cómo hacer buen vino, de una cepa enana?
Y Curro se muerde los labios y calla,
pues no hizo la mili, por no dar la talla,
y quien calla otorga según dice el dicho
y Curro se muere por ese malbicho.
Ay quien fuese abrigo, pa´ andar contigo...
CORO
Buscando el olvido, se dio a la bebida,
al mus, a las tinieblas y en horas perdidas,
se leyó enterito a Don Marcial la Fuente,
por no ir tras sus pasos como un penitente,
y una noche mientras palmeaba farrucas,
se escapó Mercedes, con un curapupas,
de clínica propia y rons de contrabando,
y entre palma y palma, Curro fue palmando,
entre cantares por soledades...
CORO
Quizás fue la pena, o falta de hierro,
el caso es que un día, nos tocó ir de entierro,
pésames y flores, y una lagrimita,
que dejó ir la patro, al cerrar la cajita.
A mano derecha según se va al cielo,
veréis un tablao, que montó Frazcuelo,
en donde cada noche, pa´ las buenas almas
el Currito el Palmo sigue dando palmas,
y canta sus males, por celestiales...CORO
LA NO VERDAD (UNAS PESTAÑAS ANÓNIMAS).
UNO: ¿Ahora quién podrá ayudarme?, se preguntó, instantes antes de entender, al mirarse en el escaparate de una tienda, que la había perdido. ¿La había perdido? ¿Es que había alguien tan optimista como para decir que él alguna vez la había tenido? Sus brazos eran jóvenes y fuertes, y sin embargo se hallaban vacíos. “Me siento apolillado, viejo y cansado, como si el polvo de cientos de años estuviese en mis miembros”. ¿Una lágrima correría por su mejilla? Jamás es la respuesta. Está seco. El alcohol apenas le aporta la cantidad justa de humedad para sobrevivir. Es un cactus salvaje en el desierto de esta vida, y soporta estoicamente cada tormenta de arena, cada una, apretando sus dientes (o espinas), con los ojos enrojecidos por el roce, sin embargo, soportando.
¿Ella? Ella era casi todo. Por suerte era casi, casi todo. Un primer plano nos muestra su belleza, a pesar que el autor disiente de la opinión de los espectadores. “Vamos, no es para tanto”. “Ella no es tan linda”. “A ratos hasta la encuentro fea”, les dice. Pero tanto los espectadores como el autor sienten una oleada de emoción cuando la cámara nos muestra a Ella caminando hacia el horizonte, alejándose, perdiéndose por un camino de tierra que va serpenteando entre las ramas de árboles desconocidos y la oscuridad. Dan ganas de gritarle: ¡No te vayas! ¡Vuelve! ¡Regresa!. Algunos espectadores se levantan de sus asientos y lo hacen. Gritan. Pero luego alguien les dice: Y si volviese, ¿Qué le dirían?. Los pobres tipos vuelven a sus asientos, cabizbajos. Otros, que se han quedado en silencio, miran al autor que está en una esquina de la sala. Miran sus ojos. ¿y a qué hora llora?, se preguntan. Pero el autor sigue siendo un cactus. No dejará jamás que alguien le toque, que le digan una palabra de apoyo. ¡No se acerquen! ¿Que no ven que voy a hacerles daño?. Estuvo en la peor guerra. Pero supo volver. (Algunos espectadores, alucinando de euforia, pero respetuosamente, le acercan hojas para pedirle autógrafos) El autor permanece tranquilo, sonríe a ratos mientras firma. Ahora la pantalla muestra unas pestañas preciosas. Nadie puede identificarlas, salvo el autor. Algunas miradas se centran en su nuca. Esperan que haga algún gesto para saber si reír o llorar. (Es un momento lleno de saudade) Entonces lo ven sonreír y nadie entiende que hacer, si ponerse a reír histéricamente o arrancarse los cabellos mientras lloran. Al fin nadie hace nada. Las pestañas rodean unos hermosos ojos castaños, claramente femeninos. Ahora muestran unos labios sonrosados. De repente, la imagen cambia, y es el rostro del autor el que aparece dentro de los ojos castaños, como si él viviese dentro de éstos. El sonido de un beso se pierde en la oscuridad.
DOS: Volvió a ver aquél número con nombre de mujer en el celular. Llamar o no llamar, he allí la cuestión. Su mirada se estrelló contra el escaparate, y la luz del celular iluminó su rostro, demacrado por los neones de la ciudad. “No”, se dijo con un pie dentro de la cabina telefónica, y continuó caminando, dejando que la vida se le escapase a cada auto que pasaba dejando una estela alucinógena. Borra el teléfono con un par de movimientos de su pulgar derecho. Ojalá fuera tan fácil sacarla de su vida. Ella era una imagen recurrente. Pensó en hablarle al otro día. “No”, fue lo que pensó como respuesta. Miró al horizonte. Cerros y más cerros. La idea del viaje, del escape, le brindó su sabor un momento, abrazándole, sacando a Ella de sus pensamientos. (Hay que recordar que Ella es un iceberg) Su corazón volvió a sus pulsaciones normales. Suspira. El cigarrillo humea, su estela se funde con la noche. Es inevitable, es insoportable, el dolor, el recuerdo. “Renunciar, negarla, duele tanto o más que perderla” No habrán lágrimas. Nunca las ha habido. ¿Cierto? Se pregunta de nuevo, indaga en su memoria. ¿Es cierto que nunca las ha habido?. El silencio otorga. Camina al metro y lo vemos hundirse en las profundidades. Luego la cámara gira y nos muestra el cielo de la ciudad, donde hay pocas estrellas. Mucha luz en la tierra.
¿Ella? Volvemos a verla irse caminando. Ahora llueve. Los espectadores lloran. Es triste, muy triste. Algunos se van caminando a tropezones, incapaces de seguir observando. Ella lleva una chaqueta marrón con capucha. Parece un elfo. Las gotas golpean en su rostro. ¿Es que acaso llora? No, hombre, como se te ocurre, si esto no es ficción en absoluto. En realidad, el efecto es muy bueno. La vemos suspirar, y, si por un momento ignorásemos la lluvia, nos parecería que está llorando. Pero no tenemos suerte. Varios espectadores se han ido ya, aburridos los más duros, a sollozos los sentimentales. La pantalla nos muestra un primer plano de Ella. Sonríe y conversa, pero no escuchamos sus palabras, sólo una trompeta melancólica de fondo. Hay suspiros por doquier. La pantalla chorrea almíbar por los costados, y mancha el piso del salón. Hasta el gran Ubú Rey, sentado en una de las últimas butacas, muy al fondo, se digna en lanzar un suspiro. De inmediato le manda un emisario, que resulta ser Mamá Ubú, al autor, felicitándolo y nombrándolo gran maestro de la Patafísica. Es un honor que el autor recibe encantado, soltando un sonoro peo. (Los que no hayan estudiado Patafísica, jamás entenderán estos conceptos ni esta forma de protocolo) La lluvia persiste a pesar del ajetreo que se arma en el salón. ¿La razón? Todos quieren comprar pañuelos. Algunas parejas aprovechan que hay poca gente para realizar algunas tocaciones impuras aprovechando la oscuridad. La sala se llena de quejidos, suspiros y susurros, y de un denso perfume a sexo fresco (¿es que lo hay?). El autor prende un cigarrillo, saca un espejo de bolsillo, se mira en él, se desabrocha dos botones de la camisa y se dice, exhalando una bocanada de humo; “estuviste genial”. Ahora, mientras la gente vuelve de comprar pañuelos, y las parejas cierran sus braguetas y ajustan sus sostenes; vemos a Ella de espaldas, y la cámara se le acerca al cuello. Tiene el pelo tomado. Es un insulto a la gravedad esa cabellera tomada, domada por un simple pinche. “No es justo”, susurran algunos. Por allá se escucha gente reclamando. Al rato, una persona toma su paraguas y se retira silenciosa, pero decididamente, de la sala. El autor está embobado, parece haber encontrado su cliché, su fetiche, el objeto de su deseo. Su boca está entreabierta, su mirada, perdida en la blancura de aquella piel. La imagen cambia poco a poco (yo pensé que nos mostrarían a ella sacándose el pinche y soltando su cabellera con enérgicos movimientos de cuello, pero no fue así) y al fin vemos al autor desnudo en una cama, en una habitación amarilla. Se ve más joven, y tiene el pelo corto. La cama es blanca. Hay una mujer morena a su lado. Parecen felices, hacen el amor a ratos, y si no, conversan, desnudos y sonrientes. Una canción de Joan Manuel Serrat, “Es maravilloso el azar” se escucha de fondo. “Nunca creí que el autor pudiera soportarlo”, escucho decir por allí. La mujer es bonita. Es preciosa, casi una niña, pero con todo para ser mujer. El autor llora en la película y sus lágrimas caen sobre los pechos de la mujer. Primer plano para el pezón y las tres gotas. Salado, piensan todos los asistentes. Agrio, musita el autor. Luego se ve al autor escribiendo sobre un monte, fumando un cigarrillo artesanal. “Son sus últimos momentos antes de chocar con el iceberg”. Todos sabemos lo que ello significa. “Pudiste haber muerto”. “Aunque todos podríamos haberlo hecho, ¿sabes?”. El autor, en la película, se estrella con el iceberg navegando sobre una cáscara de nuez en una pileta pública. Momento de comerciales, lo que quiere decir mujeres bonitas y con bikinis en pantalla, lo que significa que más de algún espectador, que anda solo o necesitado, aprovechará la ocasión para masturbarse. Como era de esperarse, la mayoría lo hace, salpicando las butacas. El autor sólo fuma, algo asqueado por el aroma a semen recién ordeñado (si es que se puede decir eso al respecto) que se expande por doquier. La pantalla continúa mostrando imágenes con mucho contenido. Vemos un paquete de cigarrillos que se vacía de a poco, y un cenicero a su lado que se llena de ceniza. Luego, unas manos que preparan un cigarrillo en la oscuridad, con movimientos rápidos y con un tabaco oscuro, que se ve muy bueno.
TRES: Fuma tranquilo. La calle es amplia, y la gente camina sin golpearse, sin molestarse, sin enojarse. La lluvia sólo es lluvia si te moja al caer, y las gotas que caen sobre su rostro lo revitalizan. “¿Dónde está el sur?”, piensa, y recuerda los goterones que caían allá lejos, en su tierra natal, donde sí que llueve. La tierra negra, el techo de cinc sonando salvajemente por la lluvia, el olor de la leche con chocolate tibia, el pan amasado, las ventanas húmedas y el suéter de lana que pica en el cuello. Extrañar lo que vive en ti no es necesario. Corre por las calles, se burla de los santiaguinos que caminan rápido para no mojarse, como paquetes mal hechos, con sus paraguas e impermeables, mientras que él sólo lleva un suéter, y deja que la lluvia lo bañe. Se lleva los pecados. “Por favor, que se los lleve”. Un beso en la mejilla que es más falso que una cachetada de payaso, sus pasos alejándose, que suenan como si pisara baratas, miles de baratas reventándose al unísono. Su beso en la mejilla, una mejilla que no siente, su mano que no busca la suya, son dos ciegos sordos buscándose a la orilla del abismo, y él, él caminando tranquilo por un Santiago lluvioso. “No pensaré en ella”, y comienza a imaginarla. Repasa cuidadosamente cada dato que tiene, cada trozo de historia verdadera que ha logrado sacar de sus labios, palabra a palabra, y que se han mezclado con su febril fantasía. Un saludo para los paupérrimos que quedan. Ella caminando hacia él, besándole tímida pero decidida (y lento) en los labios, caminando por calles humedecidas, él poniendo su brazo sobre sus hombros, sus manos buscándose en la oscuridad, su beso en los párpados, sus palabras melosas, suaves y amortiguadas por una sábana que apenas logra filtrar la luz de la luna, la sonrisa ancha y mutua que se dirigen al unísono al mirarse en lejanía. Su mirada al verse en el escaparate termina todo. “No”, se dice, sacude la cabeza y bota la colilla a un charco. Un hilillo de humo sale, pero muere inmediatamente antes de poder volar.
La película ya lleva varias horas. La gente ha ido rotando, poco a poco, y cada vez hay más borrachos. Aparece el autor hablando frente al espejo del baño con el torso desnudo. En realidad, está desnudo, pero la oscuridad tapa su sexo, o bien la cámara no lo enfoca. Habla como si estuviera frente a Ella. Le dice palabras dulces, le salen las frases que jamás le dijo, los poemas y juegos de palabras, las bromas insinuantes y los chistes amorosos que nunca, nunca, pudo decirle. Algunas personas en la sala preguntan si ella no estará muerta. “No se sabe, pero a estas alturas de la vida, ya nada importa.”, “Si nunca le dijo lo que sentía, poco importa”, “O si no se lo dijo en el momento preciso” “Las horas, los días, los meses, los años, pasaron como trenes ciegos, y nadie hizo nada por evitarlo” El autor interrumpe los comentarios con su dedo índice colocado verticalmente sobre sus labios. “Silencio, por favor”. Sí, el silencio, el silencio fue la forma más cobarde y la más valiente de ser. El autor en la película termina su monólogo estrellando su cabeza contra el vidrio, una y otra vez, hasta que su rostro no es más que una masa sanguinolenta, luego cae al piso salpicándolo todo y la pantalla se apaga poco a poco. La luz comienza de a poco y volvemos a verla a Ella, esta vez sentada fumando un cigarrillo mirando el horizonte. Ahora hace lo mismo, pero en un balcón. Luego, aparece, de nuevo fumando, en medio de la noche más negra. Sus ojos brillan cerca de la cámara. Parece responder a las preguntas que le hace el camarógrafo, es un momento feliz, muy feliz, y su sonrisa rompe a ratos la monotonía de la película. En realidad la mayoría de los presentes pagaron para verla a Ella, no para ver la obra de la que el autor tanto se vanagloria. “Ahora iremos al Festival de Cannes” dijo alguna vez. Ella sigue allí, caminando con la cámara enfrente, con sus ojos brillantes, sonriendo tras cada pregunta. Por desgracia, la grabación es muy mala, y las pocas frases que alcanzamos a oír están cortadas. “No sé que responder...No...Cómo ser más enfática... contigo, no creo que... las cosas no pueden ser así... es que uno se ciega cuando se está.... está muy bien... Alaska... No soy buena para esas cosas... estar entonces preparada... (se ríe)... qué hacer... (su mirada al horizonte, triste) cuando... no puedo... no quiero... no sé si... no es posible... no hagas eso... él nunca fue algo especial... él no es nada... adiós... adiós... chao... a veces te tengo miedo...miedo...”. La pantalla se va achicando sin que ella salga de ella, y se escucha su voz cantando trozos de canciones, muy alegre. Ajenamente alegre. Por desgracia ajenamente alegre. Aparece la palabra “FIN” y se queda unos instantes estática hasta que comienzan a pasar los créditos. Nadie aplaude. De nuevo, una canción de Serrat, “Romance de Curro “El Palmo”” suena mientras caen las palabras. En todas partes aparece el nombre del autor. Hace de todo, desde tramoya hasta productor y director. El nombre de Ella no sale. Derechos reservados. La gente abandona la sala. Es de madrugada. Nadie le dice algo al autor. Éste se queda sentado en su butaca. Queda solo. Solo, como al comienzo. “La soledad sólo es la vestimenta del genio” “Es el precio del posmodernismo” “El precio, el impuesto a estar vivo sin... lo que tú sabes, quién tú ya sabes... mejor no nombrarle”.
CUATRO: La calle sigue húmeda. Las pozas reflejan su rostro y los escaparates pasan a segundo plano. La grandeza de los edificios empequeñece su andar y su existencia. Asfixian al hombre, lo someten, y éste se siente más libre que nunca. “Hemos dominado los elementos” Su andar es lento, cansado, lleva mucho rato caminando, está empapado, hambriento, sucio, sin cigarrillos, sin dinero para nada y sin nadie con quien hablar. Está tan feliz. Suspiro uno, dos tres, cuatro. Felicidad al ver el cielo nublado. Se sonríe al verse en el escaparate. Toma el metro. Ve pasar las luces del túnel. “Son como el recuerdo”. Raudas. El beso a su madre al llegar a casa. La lluvia de nuevo. Lo vemos desde fuera de su casa, contemplando la lluvia tras una ventana. Serio. “Es... es que eso... ¿serán lágrimas?” Parece que llueve más fuerte. Las gotas golpean el vidrio que está pegado a su rostro y parecen correr por éste. Su aliento deja el vidrio empañado. Lo vemos escribir en él. Un nombre que se borra y que se deshace en gotas que bajan por el vidrio. Su frente pegada al ventanal con los ojos cerrados.
El autor espera a que termina todo. Se levanta y aplaude estruendosamente. “¡Bravo, bravo!”, grita, y sus aplausos y su grito se pierden en la sala. Se queda parado frente a la pantalla. La imagen se oscurece poco a poco, y lo último que desaparece es la imagen del autor parado allí con un traje claro. La pantalla queda negra y abandono la sala. No pienso ver más películas en este cine. Salgo a la calle y hay un sol esplendoroso, espléndido, cálido. “Un perfume de mujer en el aire” “Alguien que nos espera sin saber que lo hace” “Adiós”
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