SUICIDARSE
Por Saulo Sinécdoke
Para ma belle Natalie, en V., bronceándose...
Suicidarse. Suicidarse. He allí el concepto que nos atrapaba, como si de un disco rayado se tratase, repitiéndose hasta el infinito, alargándose, enarbolando cada uno de nuestros deseos. Es que éramos unos hueones sin nada que hacer más que malgastar el dinero de nuestros padres para quejarnos luego de su escasez contemplando parejas felices (él, alto y deportista; ella, muy delgada y con una sonrisa descorazonadora) que se perdían en lontananza abrazados, mientras los envidiábamos sin saber que en algún lugar, quizás no lejos de allí, alguna fémina con instinto autodestructivo nos esperaba para besarnos. Lo bueno fue que no la encontramos. Y si la encontramos, fuimos lo suficientemente inteligentes (o idiotas, quizás) para escaparnos, para herirnos con una flecha justo en el orgullo, tomando despechados los ideales de un romanticismo cliché, manoseado como fierro de micro, como bandera de judíos, como estandarte que a nadie protegía ni dirigía. Como nuestros dirigentes, una raza de hombres sonrientes y buenos oradores, capaces de callarnos y convencernos por breves instantes, para luego hacernos comprender con sus conclusiones que jamás estaríamos de acuerdo con ellos, y que la unidad de toda la izquierda o lo que fuera sí era posible. Lo único malo de la unidad de aquella izquierda, aparte que no era una izquierda consecuente, era que era en contra nuestra, era una reunión de malditos, una asociación ilícita para engañar a los idealistas y hacerlos caer en acciones inútiles que dejaban muchos mártires pero donde ellos siempre terminaban como héroes.
Y el suicidio. El concepto infinito, las mujeres infinitas alargándose en los recovecos de nuestras memorias, no tan frágiles como quisiéramos, hostigándonos como si dependiera de nosotros su existencia y como si al dejar de recordarlas pudieran dejar de existir, pero como siempre fuimos estúpidos, tan bellamente estúpidos, jamás las dejamos caer de nuestros textos o poemas o novelas cortas como cuentos largos, todo para que no se muriesen, todo por nuestro egoísmo que no quería matarlas, para que no se destruyera lo que fuimos alguna vez con ellas, para que el material literario adosado a lo de abajo de sus cinturas que lamíamos con frenesí, no desapareciese. Porque siempre fuimos eso, algo que estaba a punto de extinguirse, una maquinaria antigua y complicada que quería detenerse, descansar, pero a la que solíamos darle cuerda de vez en cuando, sólo lo suficiente para que funcionara unos años más, esperando, esperando, esperando lo que sabíamos que no llegaría, pero valía la pena tener esperanza, porque a pesar de lo oscuro de aquella época, la esperanza era lo único a lo que podíamos asirnos, pues el barco de la existencia se había ido a pique cuando comprendimos que sin dinero gratis para todos no éramos ni seríamos nada, y fuimos náufragos en un mar embravecido, lo que nos obligó a dar una pelea que no teníamos intención de dar, pero en la que quedamos atascados pues no nos quedaba más que morir o matar. Y siempre preferimos matar a morir, porque éramos unos cobardes que querían suicidarse, pero nuestra cobardía fue tal, que fuimos incapaces de quitarnos la vida, y como le temíamos a la muerte, matamos a otros para sobrevivir sin dudar si los golpes o balazos debían ir dirigidos a ellos o a nosotros. Lo importante fue que salimos vivos, maravillosamente vivos, incomprensiblemente vivos, incapaces de entender algo si no lo aprendíamos a golpes, acuchillados a traición en las entrañas por una vida que no pedimos obtener.
Y no importó nunca lo que hicimos, nadie jamás nos dio siquiera una palabra de apoyo. No nos importaba tampoco, pasara lo que pasara, de todas formas hubiéramos sido las mismas personas, el mismo número, tal vez sólo hubiéramos sido de distinto color o hubiéramos hablado francés o portugués o bengalí, hasta inglés incluso, porque estuvimos siempre bajo la marca de Caín, contradiciéndonos, peleándonos entre nosotros, a la luz de una luna ebria, como monos enjaulados, riéndonos con las mismas risas espasmódicas de todas las noches, como si fueran reflejo de nuestra estupidez o alegría, que bajo algún punto de vista bien pueden ser lo mismo. Lo único que pudo habernos cambiado pudieron ser mujeres vírgenes como islas encantadas o cimas de volcanes, que con labios amoratados de vino tinto o de frío nos hubiesen dicho hasta el cansancio que nos amaban, y nosotros, idiotas, les hubiéramos hecho caso. Tal vez algún día sabremos si fue desgracia o victoria el haberlas despreciado, o si tendremos que agradecerle a la maldita soledad que se nos pegaba por osmosis, debido al tiempo inenarrable que pasamos sin recibir abrazos y besos, afecto o devoción fanática por nosotros, creo que la llamaban. Mujeres, mujeres gratis, mujeres trepándose a horcajadas por los árboles para vernos desaparecer en las trincheras de un mundo subterráneo que nadie osó invadir jamás, todo para terminar perdiéndonos o regresando con las manos llenas de rasguños y vergüenza, como si nos hubiésemos caído al barro enfrente de todos, vestidos con nuestra mejor ropa, sin poder salir del charco; pero no importaba, nunca nos importó, porque al menos éramos felices o creíamos en la felicidad o la soñábamos, como la vez que pensamos en que se podía vivir de la poesía o de la literatura o de las películas porno de bajo presupuesto y malos guiones que insistíamos en llamar, muy serios y tercos, cine arte(como Bibliotecarias ardientes, gratis y vacías) ; sin saber que era la utopía, la maravilla; lo que estuvimos a punto de alcanzar, pero la confundimos con un mojón de elefante marino y la dejamos allí, olvidada, hasta que alguien pensó en suicidarse y cayó en el mierdal más agradable que jamás se haya visto; kilómetros, kilómetros y kilómetros kilométricos de pura mierda de elefante marino, un mar de felicidad en que nos dejábamos caer de vez en cuando, cuando nadie nos veía. Y si alguien nos veía, no lo invitábamos, lo dejábamos en la orilla de una isla, que era nada más y nada menos que el buen elefante marino gigante con diarrea crónica que devoraba sus desechos para producir el doble, un animalote al que no vimos nunca pero que queríamos mucho a pesar de ignorar su existencia.
Recuerdo ahora que teníamos de todo, empezando por un sátiro perpetuamente desequilibrado, que destrozaba todo sentimiento humano con las más viles y obscenas comparaciones y metáforas, que soñaba con mamar libidinosamente de las tetas de todas las mujeres y revolcarse con ellas voluptuosamente mientras lo observan viejos señores de terno y corbata, sin importarle sus muecas de desaprobación, más bien excitado por éstas. Y también teníamos un intento de ingeniero en informática, amante de Borges (Burgués), que esperaba y maquinaba un anarquismo oligárquico democrático ilógico y sumamente infrarrealista, que soñaba con mujeres preciosas, preciosas, mas, podridas por dentro. Por otro lado, alguna vez tuvimos un ejemplar de romántico chascón frustrado bipolar que soñaba con filmes caseros, guiones imaginados realizados y mecenas generosos; que lloraba contemplando mundos destrozados por el fuego de un progreso humano que no nos consideraba, leyendo libros viejos que en realidad lo leían a él; y, un universo plagado de seres heterogéneos como un insectario infinito esperando un fuego redentor que los volviese cenizas fértiles para albaricoques mustios y nomeolvides negros sin hojas ni pistilos, todo atropellado por pescados salvajes que pasaban por los pasajes de los suburbios ordinarios de la periferia.
El suicidio, la válvula de escape. Éramos la olla a presión a punto de desarmarse por estar hecha en Taiwán. O la canción que nadie cantaba porque estaba en turco. O el beso que nunca dimos o nunca nos dieron porque no nos atrevimos a hablar o porque no estábamos cuando quisieron hablarnos, en resumen, éramos lo incorrecto, la raza de seres perfectos para ser víctima de genocidas de todos los siglos más allá del veinte, para ser más explícitos, fuimos los judíos y gitanos del siglo veintiuno. Y lo más chistoso de todo era que nos reíamos, nos reíamos terriblemente, horriblemente idiotas, mostrando el hígado agujereado por los intentos de ahogarnos con alcohol rancio proveniente de bocas femeninas que nunca nos respetaron, nos reíamos con el sol, con la sombra, con las mujeres y sin ellas, en medio de las enfermedades más terribles, en las estatuas y en los balcones sin cielo que contemplar. Pero nunca alcanzamos a reírnos todos al unísono, porque principalmente nos reíamos al mofarnos de alguno de nosotros relacionándolo con algo que lo molestaba. Y ellos, en la oscuridad siempre, nuestros verdugos, nos agradecieron tanto el gesto de ser los únicos que les sonreían cuando pasaban por el barrio cantando sus versos copiados a autores comunistas tirados a centro izquierda, que terminamos siendo los primeros en ser ejecutados en plazas públicas para felicidad del público en general, sobretodo de los niños y niñas que asistían a tales actos, y de las madres de los hijos que tuvimos y nacieron muertos, pues siempre nos echaron la culpa de sus desgracias, de sus suspiros y problemas sicológicos, de sus siquiatras, de sus vidas destruidas y de las lágrimas que derramaron alguna vez por nosotros.
Suicidarse o no suicidarse, he allí el dilema más grande de todos, el único que podía llevarnos; bien al éxito, bien a la desdicha, o a la desdicha de ser exitoso, de todas formas. Nuestros sueños eran suicidas, como de pájaros estrellándose contra torres de alta tensión o rascacielos de transnacionales, reventándonos heroicamente, estoicamente, en un derroche de adjetivos que caían como una lluvia negra tras contemplar el rostro de un Jesús drogado en una cruz de fierro, éramos los más hermosos ejemplares de la degradación humana, hijos del posmodernismo, de un realismo mágico que despreciábamos con frenesí, pero en el que inevitablemente caíamos al vernos masacrados por el porvenir, la aurora que presagiaba el fin de la fiesta y el comienzo del deber, la juventud que se nos acababa con cada vaso de cerveza rancia y a la que añorábamos como si de la tierra prometida fuera; como un grupo de Ulises enloquecidos, no buscábamos volver a Ítaca y al regazo de Penélope, sino que rogábamos por que Telémaco se perdiera en los mares, nunca nos encontrasen y nos dejasen errar tranquilos por los mares de la locura literaria o pseudo - artística de la que nos decíamos amos y señores o su más fiel esclavo.
Déjennos perdernos en paz, poner rumbo directo al corazón mismo de la más idealista visión y lanzarnos a la aventura de la autodestrucción, sin mirar atrás, sin extrañar a nadie, sin demostrar piedad o añoranza alguna, sin lágrimas que manchen nuestras vestiduras de dioses en desgracia; como héroes de películas gringas, déjennos caer sobre nuestros enemigos como si de una mortal lluvia de flechas se tratase, sin importar si ésos enemigos algunas fueron aliados, amigos, compañeros de borracheras interminables o si compartieron nuestra causa alguna vez o si la comparten. Déjennos solos con los libros malos de autores fallecidos en exilio y su cortejo fúnebre encabezado por nosotros y la mala educación, proporcionada por nuestras instituciones de carácter represivo.
De ahora en adelante, y con la vista fija en un pasado que nos aclama y nos apoya, déjennos suicidarnos tranquilos..., y, por favor, no dejen que ellas nos den el último beso...
Stgo, 5 de Diciembre de 2005
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