Señor, juez, con el alma enamorada y llena de temores
me atrevo a presentarme frente a su persona
para acusar formalmente a esta hermosa mujer
por haberme robado el corazón.
Sí, ella, la misma que usted mira
y que provoca que de sus ojos la piedad asome,
pero antes de que la indulte
escuche por favor mis descargos.
Con la mano derecha en los libros de poemas
dedicados al amor
juro que lo que digo es totalmente cierto
que no es mi boca más que el canal
por donde mi pecho grita el dolor
de sentirse vació.
Con su mirada de ángel cuidando a Cristo
se acercó a mi vida desolada
por la tormenta del falso amor.
Sonrió a mi vida y la sonrisa de su boca roja
se transformó en la copa de donde esperó
poder beber el cáliz sanador
de mi mal de amor.
Ella, con la dulce miel de su inocencia
convenció a mi esencia
que el verdadero amor
se parecía a ella.
Desde entonces
mi mirada de niño perdido
busca por los horizontes de la soledad
el camino por donde su silueta
le muestre el camino a la felicidad.
Señor juez, le juro que lo que digo
es tan verdad como que después de la tempestad
surge su rostro,
que después de un mal amor
su presencia fue bálsamo sanador
en las heridas de mi alma.
Si busca con peritos especializados
con escáner de sentimientos
podrá usted descubrir que en mi pecho
sólo queda el espacio donde habitaba mi corazón.
Desnude su alma y descubrirá como detrás de sus miedos
mi corazón se acurruca tímido y esperanzado
esperando la condena que de su boca
para esta ladrona de mi corazón
usted dictamine.
Confío con ilusión bordada
en las alas de Cupido
que su sabiduría sabrá decidir
lo mejor para ambos.
Y el juez escuchó mis descargos,
realizó un escáner con sus ojos
en los míos llorosos
y dictaminó,
pero no con su boca.
Simplemente me dijo que yo tenía el poder
que el amor verdadero entregaba
para condenarte a lo que dejara a mi pecho tranquilo,
entonces, hermosa ladrona,
escucha atentamente tu condena.
Yo te condeno a vivir eternamente
en el paraíso de mi mente
aunque nubles mi pensar.
Te condeno perpetuamente
a no salir jamás de mi pecho enamorado
que las cadenas de tu pecado
tengan eslabones de besos condenatorios,
de abrazos ardientes que marquen en tu espalda
los latigazos de mi amor.
Serás desde hoy prisionera de mi amor primerizo
y deberás trabajar día a día
para alimentarlo con pasión,
darle de beber a mi boca de tus besos miel de amor
y serás juzgada cada vez
que tu conducta sea errada
y te castigaré con sobredosis de amor mortal.
Cuando quise seguir entregando mi condena
una lágrima rodó por tu rostro
y mi pecho vio lo que en tu lágrima decía,
y en mi condena desapareció la obligación
para ofrecértela como voluntaria,
porque en tus ojos vi y en mi pecho sentí
que no me lo habías robado….
Al sentir tu amor, sin presión alguna
te lo había regalado.
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