“¿On toy?”
-Algún despistado-
Calixta Gómez de la Peñablanca avanzó tres pasos con lentitud estudiada (tres horas diarias), miró con desdén a Pablo César Ruiz de la Cuevaoscura, le dio la espalda y salió contoneando las caderas sin decir adiós.
Pablo César, que era un tipo lógico, determinó suicidarse. Pero no lo hizo en ese momento porque recordó que había olvidado lo más importante en estos casos. Para cumplir con la más simple cortesía se levantó de la silla con un movimiento desesperado, “¡Calixta!”, gritó (no muy fuerte para no alterar a los vecinos, pues además era civilizado), extendió el brazo hacia la puerta por donde había salido su prometida (palabra cursi, pero ad hoc para el caso) y lo bajó lentamente.
Cumplida la formalidad regresó a su idea primera. Con paso vacilante y la cabeza gacha se encaminó a su cuarto. Al llegar al pie de la escalera se miró en el espejo y pensó que su cabello bien peinado hacia atrás no estaba de acuerdo con su nuevo papel de abandonado en estado de angustia y fuerte depresión. Se dio un toque magistral, descompuso su expresión y quedó satisfecho.
Llegó a su cuarto, abrió el cajón y tomo la Baretta calibre .38. Como hombre ordenado verificó que el cargador estuviera completo. Estaba decidiendo en qué parte de su cuerpo disparar cuando sonó el teléfono. Era Rodrigo Antonio de la Fuenteseca; lo invitaba a ver el futbol.
Hay cosas que pueden aplazarse, aunque no indefinidamente. Una de ellas es el suicidio. Eso es importante si se toma en cuenta que una persona bien educada nunca debe desdeñar la invitación de un camarada. Así que Pablo César Ruiz de la Cuevaoscura aceptó la invitación.
El partido cumplió las expectativas de los amigos; su equipo ganó por goliza. “Si hay una vida después de ésta, comentó Pablo César, este partido será un buen recuerdo que me llevaré conmigo. Quizá sea el mejor”. En su voz dejó traslucir un dejo de amargura no exento de elegancia.
“Debo suponer, respondió Rodrigo Antonio de la Fuenteseca (quien era un tipo brillante), que la comida de hoy careció de gusto”. “Esta vez te equivocaste, lamentó Pablo César, Calixta me ha abandonado”.
Rodrigo Antonio meditó unos segundos. “Eso lo explica todo”, dijo después de sus meditaciones. “Efectivamente, apuntó Pablo César, mi profunda tristeza es provocada por el abandono…”. “De hecho, interrumpió Rodrigo Antonio, yo pensaba en otro asunto: ayer vi a Calixta abrazada de Manuel Gonzalo. No te lo comenté porque temí cometer una indiscreción de mal gusto”.
Pablo César Ruiz de la Cuevaoscura guardó el silencio necesario para demostrar a su amigo que lo entendía.
Al cabo de unos momentos, Rodrigo Antonio hizo una exclamación de sorpresa, como si de pronto hubiera comprendido algo.
–Pablo César –dijo después con solemnidad–, debes suicidarte.
–Lo sé –respondió el aludido. De hecho había pensado en darme un tiro.
Rodrigo Antonio de la Fuenteseca lo miró como si no estuviera seguro de con quien hablaba. Luego de un rato le recordó que un balazo era la peor elección, le describió el sonido del arma (aun con silenciador) y cómo se riega la sangre y lo ensucia todo, de cómo la bala desfigura a la cara, de la nota roja en los periódicos, de la consiguiente muerte social de quien con completa desconsideración molesta a los vecinos.
–Lo siento –se disculpó Pablo César Ruiz de la Cuevaoscura–; fui un loco. Debe ser la rapidez con que ocurrió todo… Pero dime, amigo mío, confío…
–No te preocupes –se apresuró Rodrigo Antonio–, nadie sabrá lo del disparo. Te lo prometo.
Luego, Rodrigo Antonio recordó que los amigos más cercanos estaban reunidos en ese momento en casa de Fernanda Canal de los Cisnesnegros. “Ellos podrán ayudarnos a elegir la mejor forma de resolver tan enojoso asunto”. Y los dos amigos, con la gravedad del caso, se dirigieron a la residencia Canal de los Cisnesnegros.
Al llegar encontraron un cuadro plácido en un ambiente agradable, en el cual destacaban la camaradería y el correcto esparcimiento de un grupo de amigos recién estrenados en la edad adulta:
Luis Guillermo Olivares del Valleoculto y Román Mario Iñiguez de la Vereditalegre fornicaban discretamente con Anastasia María Inclán del Monteclaro. Más allá, Simmone Pérez de las Águilascalvas y Alejandro Arturo Encinas de los Monteros preparaban unas grapas blancas en un espejito de plata.
Los demás, en grupos, hablaban sobre los temas de actualidad: autos, instrumentos de inversión, moda, relojes...
–Señores –exclamó Rodrigo Antonio de la Fuenteseca con voz bien modulada–, disculpen que los interrumpa tan abruptamente, pero debemos tratar un tema de suma gravedad; Pablo César Ruiz de la Cuevaoscura debe suicidarse.
Al oír esas palabras, el grupo rodeó a los dos amigos. El silencio pesaba, tanto que amenazaba con hundir el suelo y, con él, a todos los amigos. Para evitarlo Simmone decidió hablar. “Efectivamente, dijo, Calixta me lo comentó hace unas horas”.
Pablo César Ruiz de la Cuevaoscura enarcó las cejas levemente, en una elegante señal de sorpresa (tal como se lo enseñara su madre). Pero no pudo decir nada porque lo interrumpió Rodrigo Antonio de la Fuenteseca:
–Y esta mañana estuvo a punto de darse un tiro.
La expectativa que guardaban los amigos que los rodeaban se transformó en desprecio:
–Era de esperarse –Apuntó Anastasia María Inclán del Monteclaro– y le escupió a la cara.
–Pablo César nunca demostró estar a la altura de sus problemas –dijo Luis Guillermo Olivares del Valleoculto–, y también le escupió a la cara.
–Voy por un trago –observó Rodrigo Antonio de la Fuenteseca–, y de pasada, por si después no alcanzaba, también le escupió a la cara.
Los demás no dijeron nada, pero cumplieron con su deber ante la etiqueta e, igualmente, le escupieron a la cara.
-Calixta aseguró que Pablo César haría exactamente eso –Afirmó Simmone, y en su voz había un dejo de hiriente ironía.
Durante ese tiempo, Pablo César mantuvo la mirada en el piso, y sólo la levantó cortésmente para que los escupitajos le dieran plenamente en la cara. Cuando terminaron los discursos supo que era su turno.
–Tienen razón y merezco todo su desprecio. Sólo puedo decir en mi defensa que estaba cegado por una extraña pasión, pero ahora estoy arrepentido por mi irracionalidad.
–Eso no te disculpa –respondió Fernanda Canal de los Cisnesnegros–, pero estamos dispuestas y dispuestos (le gustaba ir con los tiempos políticos del país) a poner un púdico velo en torno a tus impulsos.
–Sin embargo –agregó Simmone Pérez de las Águilascalvas–, como no confiamos en tu buen gusto para cumplir con tu deber, nosotros decidiremos la forma en que te suicidarás.
Pablo César, profundamente conmovido, agradeció a sus amigos su amabilidad y comprensión. Ellos se retiraron a uno de los cuartos a deliberar. Se entretuvieron un poco porque decidieron hacer una orgía y algunas llamadas.
Pablo César aprovechó el tiempo para llamar a su padre y comunicarle su inminente partida hacia el otro mundo.
–Lo sé –le dijo su padre–, me lo acaba de comunicar Rodrigo Antonio de la Fuenteseca. Por él me enteré también de tu vergonzoso intento de darte un balazo. Estuve a punto de maldecirte. Afortunadamente tienes amigos que te quieren; en reconocimiento a ellos sólo te despreciaré, a menos que los escuches. Haz lo que te digan y te guardaré en mi recuerdo.
–¿Vendrás a mi entierro? –Preguntó ansiosamente.
–Lo siento hijo, pero tengo algunos negocios que atender. Sin embargo enviaré a un reportero y me enteraré de los pormenores por la prensa.
Pablo César Ruiz de la Cuevaoscura colgó el teléfono. Pensó en su buena suerte al tener a esos amigos y a un padre siempre cariñoso.
Estaba a punto de quedarse dormido cuando regresó el grupo.
–Hemos decidido –dijo Simmone Pérez de las Águilascalvas– que debes arrojarte de la azotea del edificio Géminis. Pero debes tomar impulso para caer en el arroyo vehicular, de manera que si no mueres por la caída, mueras atropellado.
–¿Cuando lo debo hacer? –preguntó Pablo César más animado, porque notó en la voz de Simmone un poco de simpatía.
–Ahora mismo. Iremos para allá.
La madrugada tiene sus ventajas. Una de ellas es que el tráfico es escaso, de manera que llegaron muy rápido al edificio en cuestión.
–Sube y espera a que amanezca. Nosotros estaremos abajo. Recuerda que somos tus padrinos en este duro momento –Le dijo Rodrigo Antonio de la Fuenteseca.
Con solemnidad ensayada (dos horas a la semana), cada uno fue despidiéndose de Pablo César Ruiz de la Cuevaoscura. Terminadas las formalidades subió con la cabeza baja, como ameritaba la ocasión y señalan las buenas costumbres,
Llegó a la azotea poco después. Mientras esperaba a que amaneciera pensó en su buena suerte, la cual se evidenciaba en sus amigos, solidarios en momentos tan difíciles como el que vivía en ese momento.
Sus amigos, por su parte, decidieron que podían esperar el amanecer en un bar cercano, sin sufrir el frío y las miradas indiscretas. La decisión, sabia por demás, fue acogida con agrado por todos los implicados.
Ciertamente a ninguno de ellos se le puede culpar por olvidar a Pablo César Ruiz de la Cuevaoscura; el ambiente, las bebidas y la música absorbieron su atención hasta el mediodía. Si entonces se hubieran acordado ya no tendría sentido, pero igual no lo hicieron.
Ni siquiera Matilde González Chávez tuvo la culpa del abandono, principalmente porque ella no tiene nada que ver con este cuento.
Justo a las 7:00 horas, Marcos Castellanos vio a Pablo César Ruiz de la Cuevaoscura caer justo frente a su camioneta. Pudo frenar, pero estaba muy a gusto con los pies donde los tenía. Además, el auto no era de él.
Atrás manejaba Alejandro Sánchez Martínez, quien consideró irrelevante evitar a un atropellado que, además, se había arrojado desde un edificio. Otros tres automovilistas encontraron buenas razones para pasar por encima del cadáver.
La cosa es que lo recogió el camión de la basura, pues todos creyeron que se trataba de un perro muerto. Y es que a ninguna persona se le ocurrió dar aviso de los acontecimientos. Ni siquiera al padre de Pablo César, quien a esa hora dormía tranquilo.
Pero precisamente porque el cuerpo quedó convertido en una masa informe y desagradable para la vista, y no por otra cosa, su padre no habría podido mandar a un reportero, aun si se hubiera acordado de tener un hijo llamado Pablo César Ruiz de la Cuevaoscura. |