Hugo era un niño normal, al que le encantaba jugar con sus amigos tanto como podía, después de cumplir con los deberes escolares, claro está. Además, su divertida pandilla tenía un gusto especial por la variedad, pues jugaban todo juego conocido, muchas veces en la calle o en un amplio terreno baldío cercano a su casa. Su favorito era el béisbol, que era siempre bien complementado con otro tanto de futbol o carreras de bicicletas. El balero, el yoyo, la resortera, eran compañeros infalibles. Estaban también, por supuesto, el columpio y el pasamanos, las canicas y el trompo, las figuritas para intercambiar y una multitud de artilugios salidos de la prodigiosa imaginación de todo el grupo.
Los juegos más queridos por Hugo eran aquellos en los que intervenía su papá, al que consideraba su mejor amigo y quien además, en no pocas ocasiones, se convertía en el líder de la palomilla. Habiendo heredado precisamente de su papá el gusto por el béisbol, podían pasar ambos varias horas juntos, ahora lanzando uno y el otro bateando, y luego intercambiaban, gozando Hugo de los secretos trucos y técnicas que su papá le enseñaba, para ponerlos en práctica al día siguiente y asombrar al resto de sus amigos.
Un buen día entró Hugo en una espiral vertiginosa, que volvió todo borroso y oscuro, para despertar hoy, en el preciso momento en que la cajera de la tienda le indica el precio del Xbox que su hijo quiere para Navidad.
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