El onírico deceso
“No me arrepentiré, no me arrepentiré, no me arrepentiré”; se repetía la niña incesablemente mientras atravesaba veloz la gran avenida, ignorando todas aquellas miradas que tan minuciosamente la observaban. En ese instante ella parecía volar, estaba agitada, su rostro palidecía cada vez más y el sudor casi la empapaba. Se encontraba sumida en su propio mundo, uno angustiante donde la desesperación era el principio fundamental de su existir.
Al llegar al lugar, su corazón comenzó a latir más fuerte. Era la casa. El portón que tantas veces examinó de lejos se encontraba ahora frente a sus ojos. Parecía una fortaleza...era increíble. Se asemejaba a los de la época medieval, aquellos que protegían los castillos, y ella, curiosamente, pretendía ocupar el rol del príncipe que salva a su princesa. Sólo que ignoraba la gran diferencia: era ella quien debía ser salvada.
Permanecía inmóvil. Su mente daba un escueto recorrido a lo que alguna vez fue la mejor época de su corta vida. Las palabras que mataron su felicidad estaban más vivas y fuertes que nunca: “Como amiga” “No me verás otra vez”, mas aquello no influía para nada en la decisión de la muchacha. Se apresuró. Golpeó el extenso portón.
Ahí estaba el príncipe que tanto quiso, el responsable de su obsesión. Apareció con el ceño fruncido, mas eso no impidió que el brillo de sus verdes ojos emitiera cierto asombro y ternura, jamás imaginada.
- Tú, ¿aquí?
- Sí...vengo a cobrarte la palabra...
- No creí que volvieras a buscarme.
- Yo tampoco. Soy una estúpida.
- No, no lo eres. Pero ¿qué quieres?
- Lo que una vez me dijiste. Quiero que hagas el amor conmigo.
El príncipe la miró extrañado. ¿Acaso se había vuelto loca? Sí, era eso, locura. Pero al ver que la chica a la que tanto deseó y quiso una vez permanecía quieta y firme en su petición, comprendió que no jugaba, y que estaba más cuerda que cualquier otro. Sin saber cómo ni porqué, un extraño amor renació en él. En su facultad de “estudiante serio” no se lo permitiría jamás, pero antes de eso era hombre, y más aún, humano. Se acercó a aquella niñita, y con ímpetu y un frenesí incontrolable, la besó, como ya una vez lo había hecho.
La chica lo acogió y comprendió que ese beso era la respuesta a su petición. Lo cogió de la mano y lo guió por largo rato, hasta llegar a una casa. Estaba vacía, era todo pequeño, parecía de muñecas.
Ambos callaban, pero se observaban profundamente. Sin atreverse a pronunciar palabra alguna, se abrazaron mientras sus cuerpos poco a poco comenzaban a fundirse. Sentían una energía indescriptible, un amor indefinible, que no era sólo carnal, pero tampoco provenía de lo más hondo de sus corazones.
Cuando la niña vibraba de júbilo y placer, cuando se estremecía ante el cuerpo vigoroso de su príncipe, recordó su verdadero propósito. ¡No! ¡No ahora! Por fin era feliz, después de tanta angustia y tristeza. No deseaba perder aquella felicidad. Mas la pequeña conocía las trampas y artimañas de la vida, y mediante aquel acto de infinita entrega que compartía con su príncipe, demostraba que su propósito estaba correcto, y que aquella alegría era puramente efímera.
- ¿Me amas? – Preguntó la niña al joven.
- No.
- ¡Uf! Menos mal.
Y suspiró aliviada, dispuesta a entregarse nuevamente a esa utopía semejante al amor verdadero.
El príncipe ahora dormía, y ella debía partir. Era el momento, no necesitaba alargar más el proceso. Desnuda, se dirigió al cuarto más oscuro, donde tenía todo preparado y en perfectas condiciones. Revisó todo por última vez, para evitar algún desperfecto que pudiera estropear la operación. Lentamente, posicionó el banco de madera que allí se encontraba y subió a él, levantó su cabeza y, erguida, acomodó la áspera soga alrededor de su joven y frágil cuello. Sin dudar ni un instante, se lanzó del banco, satisfecha, hasta que el oxígeno ya no circuló más por sus venas...
Despertó, nerviosa y desconcertada. Entristeció al no encontrar al príncipe a su lado. Estaba sola y la cama vacía. Su cuerpo se encontraba intacto. Había despertado de su sueño, uno más como cualquier otro de cualquier noche desesperanzadora. Era la realidad y debía aceptarla. Tenía diecisiete años, era melancólica, inquieta y triste. Aún vivía y el mundo era el mismo que tanto le angustiaba. Sabía que la utopía vivida junto a su príncipe, ese joven que amó, jamás se haría realidad.
Súbitamente percibió una leve brisa en su rostro. Provenía de la puerta entreabierta de su habitación. Fue entonces cuando comprendió que algunas fantasías y sueños sí podían hacerse realidad. Siguió la brisa fría que rozaba sus mejillas y, sin darse cuenta, se encontraba en el cuarto oscuro de la casa de muñecas, aquel de su sueño. Alzó la vista y divisó la soga que colgaba perfectamente desde una viga, y debajo de ella, un banco de madera.
Aliviada y sorprendida, subió a tal llamativo banco, acomodó la misteriosa soga en su cuello, cerró sus ojos, sonrió y se lanzó.
“Algunos sueños sí se hacen realidad”, pensaba, mientras el aire se le hacía más y más escaso...
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