Descansas en el recuerdo de la generación que se marcha
y la sigues, te vas con ellos, ligada,
humo de la hoguera del pasado
que se va con los vientos del presente.
Caminar por tus largas criptas de cemento
es mirar el imperio de lo nuevo
y bajo sus cimientos,
tu origen, tu historia.
Tus primogénitos deambulan solos
aletargados por el peso del ayer, cabizbajos
buscando en el polvo de las frías aceras
alguna huella fósil del mundo aquel,
ese mundo junto al que crecieron,
mezclando la tierra con la sangre
de las manos que el arado abría.
¿Qué fue de tus verdes montes
coronados de espinos, litres y alegrías?
¿Dónde están los trigales,
bailadores de vals con la brisa matutina?
Creo haber oído hablar de terrenos cultivados
tierrales calles por caballos abonadas,
cuyo aroma campestre llenaba el ambiente
tras la sombra de la lluvia.
Oír las arrugadas voces de los que te ayudaron a crecer
es oír al cuentista narrar una leyenda.
¿Cómo creer sus historias, sí yo que nací en tu cuna,
te rodeo con mi credibilidad y sólo veo concreto?
Donde ellos veían verde, yo veo casas,
que surgen en tus cerros como setas,
alimentadas por la humedad de tu fértil invierno.
La modernidad se tragó al antaño;
sólo quedan seniles testigos de tu infancia,
mas la juventud que hoy se reúne
a plantar el tiempo en tus desteñidas plazas
ya no cree en sus palabras,
deudos ciegos en el velorio de su propia raza.
Atlántida precordillerana, ermitaña,
las huellas de tu existencia mitológica
yacen dormidas bajo el peso de la tecnología.
Quizá exististe, quizás fuiste sueño,
pero si viviste, pueblo antiguo
para la gente de hoy, tu estás muerto,
resucitaste en comuna.
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