María Luisa. El trabajo. Golpe tras golpe de cuchillo… Sus ojos cansados, señales inequívocas de una vida pasada agitada y abrumadora. Sus mejillas desaparecidas bajo su tez café, apenas sostienen sus viejos ojos velados, a medio gas, a media luz. Sus lentes gruesos, atestados de aceite, empañados por la humareda, descansan de sus agotadoras horas de trabajo junto a la tabla de picar.
El sonido del restaurante llega a oleadas, como dejándose escuchar, como dejándose olvidar.
María Luisa. Sus cejas no se levantan ni por equivocación; su ceño fruncido estremece hasta al individuo más osado. Apenas se le oye hablar. Los gemelos la han escuchado rezar mientras hace su trabajo. Otro golpe de cuchillo, dos tiras más de carne.
El restaurante no es muy elegante, apenas se le cuentan veinticuatro mesas, casi siempre llenas eso sí. Damián y Uriel, los gemelos, atienden dos de las hileras más concurridas. Los refrescos son solicitados con frecuencia, las tortillas, la cuenta.
Treinta y seis. Él es necesario. Él habita al abrigo del Altísimo y mora bajo la sombra del Omnipotente. Él es fuerte, predilecto, siempre ha sido cuidado. Está libre del lazo del cazador y de la peste destructora.
María Luisa. Apuñala la carne con experiencia. Sus arrugas requieren de atención para notarse. Sólo son cincuenta y siete años, sus huesos no están viejos; sus senos perdieron la firmeza hace más de veinte, de todas formas nunca sirvieron para nada; su espalda, algo encorvada, aún la sostiene, las manos han sido flacos testigos de amores y desamores, de bienes y de males, de sueños y realidades… de pesadillas.
¡Salsa!
Verde o roja, es la mayor decisión que hay que tomar esta noche. Uriel el gemelo primogénito recorre los pasillos con prisa. Ligero, como sin pies. Su hermano, un poco más melancólico, pretende abandonar la mesereada lo más pronto posible. El fastidio es mayor cuando algún encantador pequeñuelo tira el refresco sobre la mesa y sus padres lo celebran como una inocentada. ¡Qué descaro!
Damián y Uriel. Los gemelos cerrarán las puertas de establecimiento en solo treinta minutos.
Su Dios en quien confiará, con sus plumas lo cubrirá y debajo de sus alas estará seguro. Escudo y adarga es su verdad. Jamás temerá el terror nocturno, ni flecha que vuele de día, ni pestilencia que ande en la oscuridad, ni mortandad que en medio del día destruya. Treinta y seis.
Dos con todo doña Licha, para la ocho! Es Uriel, siempre dinámico.
Damián, oscurecido, abre el refrigerador y toma un nuevo refresco para reponer el perdido. Lo lleva. Sólo faltan veinte para cerrar. La puerta se abre.
María Luisa. Su implosión empieza con un fuerte tajo directo a su falange, corte limpio por un lado del dedo. La sangre corre, un río sonaría menos. No hay dolor. La espera es más poderosa. Sus ojos enfocan. Su cabeza gira. La garganta pasa su espesa saliva quizá por última vez. Se toma el dedo para no dejar ir la vida. No tiene caso, ¡si tuviera aquella hierba! La sangre cesaría en sesenta segundos...
¡Doña Licha! ¡Tome una servilleta se cortó muy feo! Damián trata de ayudar. Es importante que la clientela no se dé cuenta del accidente, no es un asunto muy adecuado para este tipo de negocios. Más de un asqueroso querría largarse sin pagar con el pretexto de “la sangre en los tacos”. Por Dios, los accidentes ocurren.
Uriel no arriesga su propina, le saca plática a la pareja de la doce: - Alguien que se cayó en la cocina.
Caerán a su lado mil y diez mil a su diestra más a él no llegará. Es especial, es necesario, es predilecto. Treinta y seis. Cree en Su promesa: Ciertamente con sus ojos mirará y verá la recompensa de los impíos.
El aire entra fuerte, llueve afuera, son cerca de las dos y la puerta está abierta. Son dos muchachos a lo más de 26. Estudiantes y muy hambrientos. Los exámenes, las novias, los padres, los amigos, el gimnasio, todo pretexto es bueno para una buena sincronizada. Uriel no pierde tiempo, una bienvenida rápida, un asiento, allá lejos, y un veloz recordatorio de que se cierra en un cuarto de hora.
María Luisa. Sus ojos se desorbitan mirando hacia la puerta. Los dos que han entrado. Uno de ellos. Es especial. Es predilecto. La espera ha terminado.
Su garganta se cierra y sus poros se levantan en son de batalla. Un frío intenso hace fiesta por cada milímetro de su delgada figura. Sus manos se separan. La sangre corre de nuevo. Sus ojos han buscado por encima del predilecto y los ha encontrado ahí, por todas partes. Son tres docenas. Treinta y seis. Cuidan al Necesario, pero él no lo sabe. El Predilecto no puede verlos. Ella, ella sí puede.
Quiere desaparecer, quiere ser humo, quiere quitarse el agobiante estruendo de mil trompetas que retumba en su cabeza. Sus ojos se salen de su lugar, como negando lo que están viendo. María Luisa retrocede. Sus manos van a su boca, su rostro se llena de sangre, la cortada no ha tenido tiempo de cerrar. Retrocede. Va para atrás hasta topar con la pared final de la cocina, el límite la alcanzó. El dintel de una puerta, la puerta trasera está dos metros hacia su derecha. Sólo son dos metros. Dos pasos.
El terror no la deja moverse.
¿Doña Luisa? ¿Se siente bien, qué le pasa? ¡Está pálida! ¡Uriel! Ven carajo! ¡Es un ataque!
Damián y Uriel. Ellos nunca habían visto una cara tan desencajada. Algunos clientes han notado el rostro de la cocinera. Unos se paran para ver mejor. Las cabezas se van levantando una a una. Los recién llegados también ponen atención. Uno de los muchachos no puede evitar sentirse desconcertado al ver que la mujer tiene los ojos fijos justo encima de él. Voltea a mirar a su compañero. Éste le devuelve un gesto de gravedad. Ese gesto que se hace levantando las cejas y tomando algo de aire como para no dejarse llevar por la muerte. Ese gesto que quiere ser empático pero que a la vez tranquiliza al alma consolándola porque no se trata de un problema propio.
Avanzan hacia su mesa.
Damián se pasa a la parte de atrás de la barra donde están las parrillas. En ese momento las lámparas fluorescentes tiemblan un poco. Alguna balastra. Sí, es en ese momento en el que, inexplicablemente, María Luisa enloquece.
Ciertamente con sus ojos mirará y verá la recompensa de los impíos. Porque ha puesto al Altísimo que es su esperanza, al más poderoso por su habitación. En el Divino mora. No le sobrevendrá mal ni plaga tocará su morada.
María Luisa. Es un momento único, el último. Los treinta y seis seres, todos ellos alados, bellos, altos, fuertes, resplandecientes. Los cuidadores de ese predilecto. Sus treinta y seis rostros observan con un silencio inusitado al Necesario. Lo acompañan. Lo vigilan con seriedad, con inusitada luz. Ella es la única que puede verlos. Ruega a quien la oiga que no la noten, que no se den cuenta.
Maria Luisa está de cuclillas apoyada por la espalda a la pared final de la cocina. No respira, es claro, está aterrorizada.
María Luisa no comprende cómo es que nadie más puede ver este espectáculo tan impresionante. Ellos avanzan, sostenidos en su energía, según los pasos del Predilecto.
La sangre sigue fluyendo hacia los lados de la herida en su dedo índice. Sus manos siguen tapando su boca. Su respiración sigue nula, sigue sin existir. Quiere pasar desapercibida…
Ellos van pasando, pasan… pasan… pasan… Ellos, todos, se detienen.
Pues a sus ángeles mandará cerca de él, de su fiel, para que guarde todos sus caminos. En las manos lo llevarán para que su pie no tropiece en piedra.
Treinta y seis. Están quietos, dándole la espalda. La han notado. El terror la invade. Culpa. Ellos, en un solo movimiento, exactos, idénticos, al mismo tiempo, en un instante, voltean sus poderosos rostros con fuerza… y la miran. Sus miradas se clavan en sus ojos desorbitados. Ellos, todos, fruncen su ceño de fuego, giran sus cuerpos hacia ella y avanzan… Suaves. La luz tiembla.
María Luisa se levanta y un inquietante grito de miedo, culpa y llanto, le da la fuerza para moverse dos pasos a la derecha y encontrar la puerta. La abre con fuerza descomunal para una puerta tan endeble. La puerta se azota detrás de ella luego de dejar oír apenas, la lluvia y la negrura de la noche.
Damián ya no puede más, lo ha visto todo según él. Doña Licha no será toda simpatía pero tampoco es una mala mujer. De hecho siempre se le oye rezar mientras pica la carne, o cuando llora por la cebolla. Nunca llora por la cebolla. Quiere ayudar. Quiso tocarla, cuando se bajó la luz, alguna balastra, y tuvo que quitar su mano rápidamente cuando la absorta mujer le taladró los oídos, a él y a la clientela, con aquel grito desquiciante. Cuando la ve ponerse de pié y huir, Damián la sigue. Abre la puerta trasera de la cocina y observa la lluvia y siente la noche.
La mujer corre descompuesta entre los charcos de lluvia. Damián toma valor, se levanta el cuello de la camisa del uniforme y se deja ir, cabeza abajo, hacia la humedad.
La mujer se va deshaciendo. Sus lágrimas podrían ser tantas como la lluvia que la empapa. Sus piernas se tambalean, no ha respirado desde que abrió la puerta. No le importa. Sin dejar de correr, levanta los ojos al cielo, busca perdón, no cree en la más mínima posibilidad de tenerlo.
Ha llegado a la banqueta de la avenida principal, no se detiene, voltea para ver si los alados se han arrepentido de su venganza. Ellos no están. Está Damián. Ella no ha dejado de avanzar. El perdón ha llegado, ellos no están. Regresaron con el Predilecto. María Luisa. Su perdón llegó.
María Luisa sonríe.
Damián la ve dar vueltas sobre el taxi. Es una muñeca de trapo, su complexión la hace ver como de tela. Ya en el asfalto, toma la cabeza de María Luisa en su palma izquierda, ella le susurra durante treinta y seis segundos y expira.
María Luisa. Sus lentes gruesos, atestados de aceite, empañados por la humareda, descansan de sus agotadoras horas de trabajo junto a la tabla de picar.
En su cuarto, Damián habla y Uriel escucha. Uriel tiene las manos frías. Damián ahora sabe la verdad: Los ángeles entraron al negocio, María Luisa no tuvo el espíritu para sostener su culpa y huyó. Fue hechicera durante años. Hizo males. Muchos. Ella siempre le tuvo miedo a la venganza de Dios. Nunca calculó su misericordia.
¿Fue hechicera durante años? Sí, varios… Al morir me dijo que treinta y seis.
Es predilecto. Cree en sus promesas: Por cuanto en mí ha puesto su amor, yo también lo libraré. Me invocará y yo le responderé; con él estaré yo en la angustia, lo libraré y le glorificaré. Lo saciaré de larga vida y le mostraré mi salvación.
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