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De pronto todos, y entre ellos Andrés, se entregaron a un sólo pensamiento. Ahora Él estaba muerto, las cosas no habían salido como se planearon. Habían resultado como paridas por alguna suerte de plan divino, ininteligible, irracional, molesto.

Las tristezas se fueron disolviendo con cada pedazo de pan. El pan les recordaba algo, no sabían exactamente qué; pero Pedro sí lo sabía, le recordaba el amargo estupor de algunas madrugadas atrás. Pocas cosas odiaba Pedro más que el levante del sol. Irritado escuchaba siete cantos de los gallos cercanos. Tapaba sus oídos. Sus ojos se atestaban de lágrimas y sólo una se derramaba. Su boca renunciaba a la saliva, sus cabellos se erizaban al tiempo que las tripas tomaban de rehén al corazón y lo constreñían hasta arrebatarle un pedazo. El amor se desparramaba y el dolor se encargaba de su alma. Pocos sabían llorar como Pedro, Pedro no lloraba por nada, sólo por Él. Eso era lo que Pedro recordaba con cada pedazo de pan.

Nueve más recordaban al traidor.

Andrés se preguntaba quién podría ser el adecuado. Pedro no, demasiado llorón. Juan, demasiado chico. Judas, demasiado muerto. Simón tampoco, demasiado cananista. ¿José de Arimatea? Demasiado rico. María, demasiada mujer. Jacobo y Juan, demasiado irritables. Tomás, Tomás, demasiado incrédulo.

Alfeo, quien acompañaba de lejos a Andrés y le miraba cada vez que podía aunque aquel no se diera cuenta, en su silencio eterno y raro semblante de ojos distraídos y pensamiento oculto, velado, se levantó como agregado al viento, se cruzó su viejo manto por el pecho y se impulsó camino de regreso al Gólgota.

Los nueve terminaron de comer mientras Pedro ya lloraba en el exterior de la casa. Las mujeres servían y Marta organizaba la cocina. Andrés estaba a punto de pedir la palabra. Decidió esperar a que “la piedra” volviera de rumiar su arrepentimiento. Los hijos del trueno, reprobaban una y otra vez tanto sentimentalismo del que confesó que Jesús era el Cristo de Dios. Bellas palabras y ahora llora por los rincones. Ellos ven a su esposa que sale a consolarlo a ofrecerle un tanto de agua. La comida ha pasado, empieza ahora el pensar, el sospechar, el esperar, el crear la fe. Mañana es el día.

- Mañana iremos a la tumba, comenta Mari invitando a las demás.

José de Arimatea fue generoso pero no permitió el acceso a sus terrenos hasta el tercer día. No por envidia. Quiso estar solo con el Santo de Israel, lo vistió, lo recostó, todos creen que hasta lo besó para dejarlo ir a la última morada. Mañana, mañana es el gran día.

El sol empieza a abandonar a la tierra.

Con aquel caminar disparejo y su mano destartalada, como seca, pegada al pecho, devoraba el camino, el cielo nunca había visto tal decisión. Al parecer tenía una idea sobre sus largas cejas y todo parecía indicar que la idea era buena… Pensando en Alfeo, hablar de una idea, un pensamiento, ya era hablar. No se trata de una mente brillante ni mucho menos; al contrario, se trata de una mente bella, pero escasa, sufrida, lastimada en su primera infancia.

Su mano se recogió al pecho y creció al disparejo que su cuerpo, separada, independiente, muerta. Sus piernas apenas sostienen los sesenta y tantos quilos; funciona bien una, pero la otra solo sirve de equilibrio: apoya sólo el tiempo necesario para que la otra se levante y avance un paso, la cadera sufre. Sus sandalias no le tienen el asco que la gente le deja ir como enjambres. Sus pies son deformes, sí, pero sirven para lo que son. Su lengua solo tiene saliva, repetidamente se la muerde y sus cicatrices son múltiples a lo largo de su boca. Su paladar demasiado alto queda demasiado lejos como para viajar hasta allá y emitir una sílaba. La zurda inútil, su mano buena, sostiene lo más firme posible un extraño bastón hechizo. No hay vida en su cabello, su barba lampiña y sucia por el camino y por la espera, exhuma pelos gruesos, apestosos según la gente. Las muchachas llaman su atención, piensa en casarse, imagina hablar con el padre de alguna de ellas, cualquiera y pedirla en matrimonio, piensa en los niños desnudos que corren por las casas jalando las colas a los perros.

Piensa en su padre, viudo desde hace casi treinta y tres años, lo quiere. Lo ha visto toda su vida. Lo sueña, despierta y lo ve. Era cuidador de animales y era mendigo en alguna escalinata concurrida, casi siempre la de los baños o la del templo. Tiene clara la imagen de su padre extendiéndole una hogaza con su mano terriblemente fea, pero tan bella que hay poca belleza que se le compare en el atardecer a su izquierda. Lo quería.

En la casa de Marta, nadie notó su ausencia por supuesto, era un tipo apocado, con cepos en su mente. Su pensamiento lento, su silencio profundo, su respirar inaudible, su descompuesta risa, pero sobre todo su mirar de lado, su mirada fija, lo convertían en un ser fiel, no desagradable, pero tampoco carismático.

Jacobo, no lo recordaba. Tadeo, lo situaba dentro de la multitud por su capa rojiza, poco común. Marta lo había sacado de su propia casa, no, no le caía bien. Alfeo habrá esperado en los dinteles de la puerta unas doce horas, escuchando a las aves y poniéndoles nombre propio repetidamente a los frutos de alguna higuera cercana. Con el sol en el lomo y la boca seca, recordó a su padre y se le ocurrió la idea, valiosa, como si fuera la única de su vida.

No olvida. Alfeo no olvida. Alfeo no olvida fácilmente. Quizá no entienda, pero Alfeo no olvida fácilmente. Lo han confundido con endemoniado, no lo entiende, quizá no entienda, pero Alfeo no olvida fácilmente. Recuerda el cruce del Jordán cuando vino de Gadara, recuerda Enón donde lo han confundido con endemoniado, no lo entiende, quizá no lo entienda, pero Alfeo no olvida fácilmente.

Los atacaron. Su padre cubrió su espalda recibiendo la mayor parte de las pedradas. Huyeron a toda prisa. Se adentraron en el desierto. Durmieron cuando se fue la luz. Hacía frío, Alfeo no lo olvida. Su padre le habló del Cristo, un mago increíble, lleno de Dios, el libertador, el sanador de Nazaret. Su padre le dijo que iban en su búsqueda. Su padre le dijo que Él lo sanaría, que le quitaría los ataques, que ya no sufrirían más maldades de gente mala. Le dijo que estaba cansado. Sus ojos se fueron cerrando con tal lentitud que Alfeo tuvo tiempo de grabar en su mente la luz en los ojos de su padre.
Las piedras, que eran su única compañía, se acomodaron bajo sus cabezas cansadas. La cabeza del anciano descansó de más. Alfeo abrió sus ojos y no tuvo más que recordar la luz vieja en los ojos de su padre y darse cuenta. Solo.

No, quizá no entienda, pero Alfeo no olvida fácilmente.

Aquella mañana Alfeo notó cercana la ciudad de Enón. Pero todo su cuerpo lo movió hacia el rumbo contrario. Más de tres veces Alfeo volvió, después de caminar veintenas de metros, al cuerpo inerte de su padre. Lo movió, una y otra vez, sólo quería evitar cometer un error e irse dejando solitario a su padre, durmiendo. No, no dormía. Tomó una vieja rama cercana, puso un trozo en las manos de su padre, así los animales pensarían que dormía y que estaba armado para defenderse, uso la otra mitad de su idea y de su rama para apoyarse y empezó a caminar lentamente hacia el sur.

Lo celeste decidió cuidarlo. En su camino no hubo contrariedades, no hubo los bandidos comunes en la zona, no hubo alimañas, no hubo ni siquiera hambre, los frutos quedaban a su altura justa en las higueras que se alineaban para alimentarlo. Su camino se abría al frente, los dátiles funcionaban como un señuelo para acercarlo cada vez más a Jerusalén. Su mente bella se acostumbraba al día y a la noche en el desierto.

No tenía por qué preguntarse acerca de los milagros en el camino. Otro estaría tan maravillado que hubiera rendido su vida al Señor casi de inmediato dejando atrás el pecado y ganando así su salvación. Él no. Para él lo ocurrido era natural. Además, Alfeo no sabía de pecados, ni de salvación, él estaba, solo, pero bien. Su padre estaba por ahí y lo vería pronto. No tenía miedo, porque no conocía el miedo, porque el miedo no era fácil de entender. La vida era más fácil de entender que el miedo.

Pequeña se distinguía la ciudad de Jerusalén. Su padre hubiera estado feliz de verla a lo lejos. Alfeo de alguna manera sabía que esa era Jerusalén y más aún, sabía que ahí estaba el Cristo, el mago del que había oído hablar a su padre. Estaba seguro de que Él lo sanaría, no sabía muy bien de qué, pero el anciano le había asegurado que después de verlo, sanaría y podría casarse y darle nietos. Le gustaban las muchachas, sí.

Alfeo gastó un par de horas en dilucidar cómo sería aquel mago. ¿Sería moreno como su padre? ¿O sería blanco como aquel que vendía cueros en la rivera? Debería ser bueno como Dios o no querría sanarle.

Aclaró su mente y avanzó hacia la ciudad.

Su mano derecha pegada al pecho se tambaleaba al ritmo de su paso acelerado. El cielo, de pronto se nubló sobre la ciudad. Vientos recios como de tormenta. Todo se oscureció tan repentinamente que Alfeo no tuvo tiempo de darse cuenta de que no era de noche.

Alfeo, los vio. Vio miles de rostros como de luces inquietas, como tristes, como llorando, vio como a su padre sobre Jerusalén. El cielo estaba tristísmo, peligroso, indignado, agresivo. Poco antes de llegar a la puerta de la ciudad, la multitud. Soldados. Varios hombre muertos colgados de los brazos. En forma de cruz, como las pieles que curtía su padre. Los soldados los cuidaban, no entendió muy bien para qué, ni modo que los muertos se fueran a escapar resucitando. Pero ahí estaban los soldados, los reconocía por sus cascos brillantes.

Los soldados resguardaban el camino imperial mientras las mujeres caminaban hacia las tierras de José de Arimatea. Se encontraron a más de tres pequeñas patrullas. Cada vez ocultaron sus rostros para evitar preguntas. Algún soldado intentó vacilarlas un poco. Ellas sólo aumentaron su prisa y pasaron ligeras como días de fiesta.

Los hombres estaban en casa de Marta tratando de ponerse de acuerdo en qué hacer ahora que el Maestro había muerto, siendo asesinado, y cómo podrían mantener vivas sus ideas y continuar con la revolución, la ironía y la agresividad en contra del imperio y los fariseos. Andrés, para variar, tuvo la idea de que fueran Pedro, Jacobo y Juan los que dirigieran el movimiento. Esto debido a que fueron ellos los que acompañaron a Jesús a su última velada en Getsemaní. Les sugirió que Mateo fuera el nuevo tesorero luego del suicidio de Judas, quien además era traidor. Leví, que es Mateo, propuso que Andrés organizara a las multitudes ya que tenía lengua ligera y era diestro en las sanaciones. Poco se consiguió ese día, Pedro seguía de malas y las cosas no fluyeron como deberían. Es cierto, era muy pronto.

Andrés y Mateo hablaban junto a la higuera cercana a la casa, cuando vieron llegar a las mujeres. María Magdalena, venía echa una tormenta. María la madre de Jacobo, estaba tan pálida que Andrés la sostuvo para que al desmayar no cayera. Todas hablaban al mismo tiempo. Pedro abandonó la cocina debido al alboroto y apartó a Salomé para enterarse mejor. Inteligente acción que lo puso camino a Galilea donde de seguro vería a Jesús. Los demás se convencieron poco a poco y tomaron viandas para el camino. Pedro iba al frente y al último, al último iba Tomás, llamado Dídimo...

Alfeo los encontró en el camino, su rostro era diferente. Su luz provenía fuerte de la parte profunda de su mente. Su cuerpo no era el mismo, era un cuerpo nuevo, lleno de luz, erguido, fresco, hermoso. Sus pies acariciaban el polvo del camino como humo. Su cuerpo era el mismo pero se veía diferente. Su mente trabajaba infinitamente mejor. Los saludó por nombre, ellos se maravillaron.

¿Era el mismo muchacho que se acercó a ellos en el Gólgota? Era él, pero creían que era mudo y lisiado. Andrés recuerda cómo este muchacho se le acercó, posó su mano izquierda, la buena, sobre su espalda e hizo que suss lágrimas corrieran enfrente de todos. Su mano tibia era como el toque de un ángel consolador, y aquella breve sonrisa… Andrés habló con él como con un viejo amigo aquella tarde. Le contó sobre el Maestro, se desconsoló y se volvió a consolar en la presencia del mudo escucha.

Andrés recuerda cómo ese muchacho, al que nunca había visto, contempló a Jesús con perplejidad tal que se veía que su misma vida le estaba abandonando. Que había perdido mucho más que un par de lágrimas. Que al momento de morir Jesús, él mismo moría un tanto. Pudo ver que el cuerpo inútil de aquel ser bello temblaba, mientras trataba de entender la inoportunidad de aquel evento. Jamás entendió todo lo que pasó por la cabeza del muchacho. Vio cómo su mirada se extraviaba en el cielo nublado de manera repentina.

Fue una lágrima profunda como el mar.

El muchacho bajó la cabeza y buscó donde sentarse y reposar de su camino. Luego los acompañó a casa de Marta.

Ahora aparecía camino a Galilea, hablando con voz hermosa, erguido como poderoso soldado y bello como pura doncella. Dijo tres palabras y desapareció ante sus ojos.

– El Señor vive.

La tarde anterior Alfeo había llegado casi de noche al Gólgota. Los soldados, partían los restos de las cruces para hacer algo de leña. Un condenado nuevo colgaba ya de los maderos. Con una memoria privilegiada el muchacho se acercó a al sitio exacto donde el Mago había sido colgado. Un pequeño trozo de madera aún estaba sembrado en tierra.

Sus pulmones emitían un sonido espantoso al tiempo que los soldados trataban de quitarlo del trozo de madera al que Alfeo se aferraba con rabia y desesperación. Un soldado fuerte no podía apartarlo. Un soldado menos fuerte clavó su lanza y retiró un trozo de aquella madera. Recogió la astilla del tamaño de una cuarta y sobornó al muchacho. Alfeo tomó el arma homicida de su Esperanza y corrió, descompuesto, hacia el interior del jardín. El gadareno no podía quitar de su mente la imagen del Cristo colgado inerte. Pero nunca pensó en que sus poderes fueran menores. Simplemente pensó que había llegado tarde. Pensó también que quizá, alguna pequeña parte del enorme poder del Ungido habría llegado hasta el madero y lo habría convertido en una nueva esperanza. Sus pies quizá tocaron la madera, quizá su sangre escurrió hasta ahí. Quizá su magia se quedó pegada al aire para bendecir ese sitio. Tal vez su muerte no era vana, si había algo de ese poder en el madero, algo de ese poder que pudiera sanarlo.

No, no había poder en el madero. Había demasiado poder en la fe increíble de un niño. Su fe fue reconocida pronto, eso consta.

Jesús se colocó detrás de él. Lo observó, tomándose todo el tiempo de la creación. Contempló su mente. Recordó su nacimiento. La muerte de su madre. El desconsuelo del padre, su bondad, su maravilloso cuidado. Vio la burla y los perdonó uno a uno. Despacio para hacer las cosas con verdad. Vio su camino. Jesús extendió la mano y llamó a Joab, el padre. Ambos lo contemplaron mucho rato. Admiraron su fe. Joab lloró por horas. Jesús tocó el trozo de madero y aquel se incrustó como con vida propia, en el cerebro del pequeño. El joven dormía, a la intemperie, cuidado por dos serafines.

Alfeo abrió los ojos. Contempló la belleza de los labios del Mago, se apuró como no dejándolo ir de nuevo y dijo con su primera voz: –Sáname.

Jesús lo salvó.

Su cuerpo fue encontrado por algunos pastores. Un pedazo de madera estaba bien sostenido, apretadamente, por su mano seca. El muchacho al parecer había muerto de frío en la madrugada. Era graciosa la coincidencia con otro cuerpo encontrado en el desierto de Enón, el cual sostenía de igual forma una rama seca, quizá sería aquello alguna señal… O alguna nueva forma de sepultar a los muertos.

Texto agregado el 01-04-2006, y leído por 92 visitantes. (0 votos)


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