Los preparativos
José Javier León
Los asuntos por resolver exigían toda su diligencia y hacían inexcusable la delegación. Visitó a su sastre y le trasmitió la urgencia: «lo necesito para mañana a las 3, sin falta». En la tipografía ya reposaban las tarjetas en las que advirtió un acento innecesario, no obstante se declaró satisfecho. El ataúd por lo demás, era, sencillamente de su gusto. No recibió llamadas ni tenía sentido esperarlas, lo importunarían y era preciso finiquitar los detalles. Sabía de sobra que un aviso en el periódico vuela como la pólvora.
Recorría un barrio inhabitual y la extrañeza aunque modesta era un buen augurio; mas lo verdaderamente nuevo estaba por ocurrir.
Esperó sin proponérselo (vagabundeó) hasta que las horas de la tarde derivaron hasta el gris confuso. Se dirigió al Hotel, no sin antes pasar por una pequeña floristería (a punto de cerrar) que recibió con grata sorpresa las condiciones del cliente inopinado: la suma de dinero borraba las pérdidas, desalentaba las omisiones, elidía las preguntas. Ya en el Hotel le fue fácil escurrirse hasta las escaleras sin desordenar su apostura con movimientos y miradas esquivas. Pensó para el final que no era prudente (la estética no siempre lo es todo) amortiguar el sonido, de lo contrario podría ocurrir una aparatosa incongruencia entre el suceso (la foto reciente disiparía las dudas), el obituario y el cuerpo. Abrió la puerta, las ventanas, encendió las luces. Quería atar los cabos, no distraerlos con apreciaciones encontradas.
Sentado en una delicada silla de mimbre, recordó una calle donde pensó que justo en este momento la recordaría, y se asombró: ¡cuántas veces lo intentó con árboles, con piedras que pasaban al olvido, de inmediato! Claro que eran otras las circunstancias… El recuerdo lo hizo vacilar, pero ya el tiempo lo apremiaba: miró el reloj, repasó uno a uno los detalles.
Sonó un disparó.
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