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Padre nuestro que estás en los cielos…
- ¡Doctor, doctor, ahí vienen con el herido!, -dijo la enfermera al médico de urgencias una mañana como todas las demás, de un día lunes como todos los demás, solo unos minutos después de haber estado todo en calma aparentemente y haber escuchado tres retumbantes ruidos mortales, pero que todos nos imaginamos qué pudo haber sido, confirmado por el silencio sepulcral sucesivo que se pudo sentir en todo el rededor del lugar.
Santificado sea tu nombre…
El médico dijo a su teléfono móvil – ¡Luego te llamo! -, cerró la tapa y se dirigió a la enfermera cuestionado el suceso, arrugando el entrecejo y ubicándose en la moldura de la puerta de su consultorio, apoyando una mano en la puerta completamente abierta y buscando con la otra el estetoscopio que colgaba a lado y lado de su cuello, preparándose para actuar al instante, mientras estiraba su cuello como buscando su paciente.
Venga a nosotros tu reino…
Por la puerta de la unidad se vio aparecer el extremo distal de una camilla rancia, mostrando sobre su lomo unos zapatos aún más viejos, desteñidos y opacos, a los que regalaba algo de brillo una solución oscura y densa que caía a gotas impactando contra la losa blanca del pasillo, como presagiando lo que venía detrás suyo, dejando una mancha amorfa a cada paso largo y efectivo que daba el portero del hospital, el que venía incitándola a seguir donde una mirada igual a la suya se lo indicara.
Hágase tu voluntad acá en la tierra como en el cielo…
- ¡Es el señor que vende dulces y minutos en la puerta del hospital! –dijo el portero con una voz vacilante, como si vender llamadas a otro celular fuera el complemento perfecto para cualquier negocio en este mundo parcial; al tiempo que pretendió detener la camilla, sin enterarse de que estaba apoyando su pie izquierdo sobre una de estas huellas rojas, viscosas e insalubres, perdiendo el equilibrio y cayendo torpemente sobre su región lumbosacra, impactando como cuando cae un bulto de cemento sobre el asfalto, con la diferencia de no haber esparcido ese polvo nacarado característico, al contrario, lo único que produjo fue una quejido seco como su caída, dejando percibir el espasmo de su diafragma reflejados en un movimiento brusco de sus curdas vocales. Se levantó inmediatamente, mientras se sacudía el pantalón y limpiaba la mancha de sangre que quedó al caer, mostrando una sonrisa fingida e hipócrita que acompañaban sus mejillas eritematosas de vergüenza, reanudando nuevamente su relato.
Dadnos hoy nuestro pan de cada día… |