Tenía los ojos cerrados para por entonces y el suplicio de un viento que me empujaba a caer, no tenía idea de hasta cuándo mi cuerpo lo podría resistir sin estar seguro de lo que sucedía a mi alrededor. Era pequeño y de lo más tonto, iluso y torpemente crédulo. Hasta que sucedió; dolor no fue lo que pasó por mi mente. La fatiga y el hambre fueron los que hicieron eco en mi cuerpo y estómago, distanciados para la ocasión. Mis piernas avergonzadas se encogieron para resistir la embestida de unos brazos que le suplicaban algo de compasión al frío. Mis brazos. La desnudez de mi carne, era entonces, la cara más amarga de una moneda poco ofrendada para un abrigo, por un auxilio. Tus pasos recorrieron mis ojos de manera incontable y al ritmo del tac tac taco mi risa cedió. El cielo siempre nos quedó arriba. La verdad hizo menos calor pero una palma cálida se abrió desde el sol; las monedas no caen seguido, entonces: sonrío. Nuevamente frío, pero millonario. Siempre fui torpe y de lo más crédulo, pues por más que le sude al dedo, no importa en qué estado me encuentre, de inmortal invierno me visto yo.