Todas las tardes hacía el mismo recorrido. Caminaba ya sin pensar, automáticamente. Sin cansarse. Sin demorar. Sin apurarse. El camino era aburrido. Un tramo de campo sin desmalezar, con apenas una cinta de tierra, inundada tras las lluvias, polvorienta en los días de sol.
A veces miraba hacia atrás, con el solo fin de ver a su madre recortada contra el cielo invernal, primaveral, veraniego, otoñal. Ella a veces se secaba las manos en el delantal y luego las agitaba con timidez, como queriendo esconderlas. Su padre, a lo lejos, se inclinaba sobre los macizos de flores, unas u otras según la temporada, según el tiempo.
El hastío descendía temblorosamente sobre ellos. Pensaba a veces (no mientras caminaba) que el tiempo era solo una torpeza, un error de cálculo del alquimista celeste que jugaba a los dados y según como éstos cayeran, el hombre moría o vivía, un tiempo más, hasta la próxima partida.
Terminado su trabajo en campo, se bañaba, se peinaba el cabello negro lustroso y se vestía, para partir sin prisa, sin pausa.
Hacia el otro lado quedaba la ruta, los autos, el viento que golpeaba la puerta cuando uno subía el terraplén. Pero su camino era otro. Con firmeza empujaba la puerta y partía. Atrás, lentamente su madre arrastraba los pies cansados y el tenía la certeza de que lo miraba con ansia, a veces los labios le temblaban con cierta emoción. Su padre se mantenía indiferente. No lo odiaba, no lo amaba. Ella tenía esperanzas, ilusiones construídas sin intermitencias sobre la vida de su hijo. Anhelaba verlo feliz (según su propia idea de la felicidad), verlo volver a casa con niños de la mano y una linda muchacha del pueblo colgada de su brazo.
Sus propias esperanzas eran muy distintas. Las de su padre...apenas contaban.
Dejaba con alegría apenas disimulada ese pedazo de tierra gris, adornada con flores tristes, el marco del gallinero, el recorte de las vacas, los cerdos...en fin, el lar de sus padres. Se aventuraba hacia el pueblo, hasta llegar a la primera calle empedrada. Rodeaba con soltura la plaza, esquivaba a los chicos que jugaban a la pelota, saludaba al policía (Ramón) y seguía, cabizbajo. A veces se detenía un breve instante frente a la iglesia y dándose vuelta como ofendido, retomaba su caminar. Paladeando el pronto placer, retrasándolo, anticipándolo.
Su destino ya era avizorado. Entre el dispensario y la escuela se alzaba un edificio moderno, con vidrios en al puerta. Marcos, el dueño, recién llegaba de la ciudad. Unos muchachos se agrupaban en la puerta. Las chicas, desde el otro lado de la plaza no se animaban a acercarse. El, llegaba tranquilo. Saludaba a Marcos inclinando apenas la cabeza y se sentaba frente a la máquina que lo esperaba expectante como la novia de los quince años. Frente a ella desencadenaba sus fantasías. Era un joven, un niño, un adulto, un militar, estudiante, abogado. Vivía frente al mar, en las sierras. Las horas pasaban rápido. Ya todo el pueblo quedaba en silencio. Alumbraban las estrellas, aparecía la luna. Marcos lo observaba con una sonrisa en la boca. Saludaba de nuevo y partía. La iglesia en el mismo lugar. Ramón, siempre ahí.
Sólo él se sentía más viejo, más solo, más cansado, más hastiado de las estrellas puras, la luna clara. Un temblor lo recorrió despacio y le interrumpió los pensamientos. Desandó todo el camino y llegó a su casa, otra vez. Sintió los pasos fugaces de su madre, con temor a confesar que estaba allí sentada esperando, como todas las noches. Se acostó otra vez, como siempre.
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