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Pobladora insaciable del verano,
quiero beber tu luz y arder tu sangre
de luna herida entre los pinos,
de vinos inquietantes y olorosos,
de arrabales perdidos,
de carne lenta y firme y tibia y clara,
de olor de amor de vida en vilo,
de amanecer herido en las raíces,
de peces amarillos.
Me buscan tus palabras;
la estirpe blanca de tus dichos.
Vuelves, hoy eres la contemplación,
la piel sumisa, el mar, la nave;
la red, que atrapa voces sumergidas,
escondidas y urgentes, del abismo.
Dorada prisionera del verano.
Tú, la de siempre, entre las dunas.
Enhiesta, entre la lluvia, puedo verte
acercando tu cauda a las orillas
de mi ser.
Tú, la temible, vuelves en tu destiempo de voces,
con tu grito total rasgando los silencios
del mar en calma.
Eres el ánfora pletórica de vinos
de todas las auroras,
que se inclina y derrama
bajo el cielo callado su delirio.
Te asomas, como el sol,
corrigiendo virtudes en las calles,
y rasgando la noche con tu grito
(donde un niño perdido se desnuda).
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