Beto tenía un problema que parecía insoluble. Sucedía que estaba enamorado de una preciosa niña de labios carnosos y cuerpo de diosa. Ella le había manifestado, muy coqueta, que quien supiera besarla sería el dueño de su corazón, o por lo menos tendría la llave para llegar en forma expedita a él. Pues bien, Beto no era un tipo experimentado en esas lides y un asunto que nunca había superado era precisamente el no saber como diablos se besaba a una chica. Acongojado como estaba aquel domingo en que no pasaba nada y sin tener a quien recurrir para ensayar en ese fascinante tema, temía que alguien se le adelantara y le birlara esa valiosa piedra engastada que estaba allí, tan al alcance de la mano. Sumido en este estado se encontraba el pobre muchacho cuando atinó pasar por allí el Cangrejo, un amigo suyo, cuya máxima cualidad era ser el aguerrido defensa central del equipo de fútbol en el que también jugaba Beto. Como todo tipo grandulón, el Cangrejo se caracterizaba por tener un carácter apacible y conciliador. Al ver tan desolado a su amigo, le preguntó cual era el motivo de su congoja. El Beto, algo avergonzado, le contó todo porque tenía claro que lo menos que podía hacer era sacarse esa inquina que llevaba dentro por no poder postular a ese importantísimo cargo con el cual soñaba despierto.
El Cangrejo lo contemplaba con sus ojos mansos y no atinaba a responder ninguna cosa. El también conocía a dicha chica pero no le atraía en absoluto por considerarla demasiado frívola. Pero se apesaraba de ver a Beto tan alicaído por ella. Habría hecho cualquier cosa por verlo sonreír, asunto que no había logrado ni con un convite a tomarse un par de refrescos, ni invitándolo a darse una vuelta por el centro de la ciudad.
-Vamos compadrito para que nos divirtamos un rato. Yo pago, usted me acompaña y lo vamos a pasar muy bien. Ya pues, no se me vaya a enfermar de tanto pensar y echar humito por la cabeza.
No hubo caso. El pobre muchacho parecía desfallecer de la pena, tanto así que el Cangrejo, condolido con su sufrimiento, optó por sentarse a su lado para mirar tristemente la naturaleza muerta de ese domingo de retiro.
-Mire compadre, yo no soy ningún maricueca, usted lo sabe- dijo al rato el Cangrejo a su amigo, ya desencajado por la pena.
Beto tragó saliva y miró tristemente a su amigo. –Ya lo sé-respondió al cabo- porque si lo fuera, no le habría aguantado que estuviera tan apegado a mí acá, los dos solos en este domingo de mierda.
El Cangrejo, llamado así, no porque se pareciera a dicho crustáceo, sino por su estilo tan particular de retroceder cuando el rival se le venía encima con el balón dominado, sonrío tristemente.
-Le hago esta aclaración para que no vaya a pensar mal con lo que le voy a proponer. Usted me dice que no sabe besar a un mujer ¿No es así?
Beto lo miró con sus ojos entornados como preguntándose a si mismo que diablos tramaba el Cangrejo.
-Si pues, compadrito, así mismo es.
-Yo le voy a enseñar.
-¿Queeeeeeeeeeeeeeeeeeeee? ¿S…se…volvió …loco…amigo Cangrejo?
-No compadre, no estoy loco pero, dígame ¿Quiere o no conquistar a la chica esa?
-S si pero…
Cinco semanas más tarde, Beto era el dueño absoluto del casquivano corazón de esa hermosa chica. Sus besos, certeros besos, se habían transformado en la llave perfecta para traspasar esa fortaleza que latía con pasión, tan codiciada por muchos y conquistada solamente por él. La muchacha no tenía porque adivinar que cada vez que la boca de su enamorado se apegaba a la suya para cubrirla con destreza y luego acariciarla con su lengua dichosa que se deslizaba ardiente y movediza, cual embajadora del deseo, ella no tenía porque saber –repito- que, inconsciente e indefectiblemente, se aparecía siempre en la mente de Beto, nítida y rebelde, la imagen sacrosanta de su fiel y buen amigo Cangrejo…
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