Sin la flauta de madera se muere de hambre, ¿en dónde está la flauta? Le quiere preguntar al socorrista pero no puede. El dolor lo enmudece. Los ojos de su hijita, asustados, pero sin lágrimas.
La vida no es fácil en la ciudad. En el campo tampoco. El hambre los obligó a salir de su querido pueblo. Se llevó a su Lupita, porque, ¿con quién la iba a dejar?
En la ciudad nadie quiso saber del indio mugroso, como lo llaman, sin papeles, prieto y sencillo. El hambre, la eterna aliada. El desprecio dejó de lastimarlo, poco a poco.
Con los últimos pesos compró una flautita de carrizo. Le sacó tonos ancestrales, milenarios, olvidados por el mundo. Lupita pedía el dinero, no, lo limosneaba. Los transeúntes se sentían con el derecho de escupirle a la cara su desprecio. Alguno dio unos pesos, a la rápida, sin interesarse por el destino de los dos.
Demasiada gente y tan solos. Eso lo puso alerta, no por él, por su hija… más de uno la ha visto con ojos sucios, con curiosidad perversa ¿Qué se sentirá cogerse a la indita? Dejaron de dormir en las aceras. Se refugiaron en los hoyos urbanos, calientes y húmedos, con ratas y bichos tenebrosos, pero seguros.
Lo surtieron a golpes, un día, en pleno centro de la ciudad, unos jovencitos con cara de yo no fui, hijos predilectos de la nación, ignorantes de la desgracia humana… Uno de ellos intentó tocarle el culo a Lupita. Miguel Concepción dejó la flauta a un lado y le pegó una patada al descarado; mala idea. Los seis tipos se le fueron encima. Lo masacraron hasta el cansancio: patadas, golpes, una navaja suiza… de nada sirvieron los gritos de Lupita, clamando ayuda en su lengua indígena. A la gente no le importó. Los que se quedaron a observar lo hicieron para satisfacer el morbo.
¿En dónde está la flauta?, se pregunta Miguel, pero no puede decir nada. El cansancio es insoportable, la oscuridad le nubla los ojos y las sirenas de la ambulancia se escuchan cada vez más lejanas, lejanas, lejanas…
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