Destrozaba los zapatos al poco de estrenarlos. Vencía el talón hacia adentro y machacaba el contrafuerte, dejándolo como un acordeón. Quedaban unas chancletas sin arreglo posible por el zapatero. Muchas horas de costura de mamá en casas ajenas, con la luz del día escapándose por los cristales y el ojo de la aguja ocultándose al hilo, no eran suficientes para pagar mis necesidades de calzado. Algunas veces ella cosía una goma elástica a ambos lados de los zapatos, cruzando el empeine, para sujetar mis pies y yo me veía como una niña vieja. Me gustaban los merceditas, las manoletinas, pero mamá dijo que aguantarían más unos Segarra muy bastos con suela de caucho, y en cuanto reunió el dinero, me los compró a pesar de mis protestas. Lloré mucho y estuve un tiempo sin querer salir a pasear con mis amigas por las calles del pueblo, viendo pasar las tardes de domingo en el patio, sentada en una mecedora, comiendo pipas y lamentándome de mi mala suerte de niña pobre.
Un día, la maestra nos dijo que una compañera necesitaba ayuda y que todas debíamos comunicarlo a nuestra familia y hacer un pequeño sacrificio por ella. Mamá dijo que yo llevaría una tableta de chocolate que quitó de mi merienda. La mesa de la maestra se llenó con latas de leche condensada, chorizos y morcillas caseros, saquitos de patatas, manzanas y nueces. Quedamos en ir a su casa una mañana. Yo no sabía entonces por qué tanta urgencia. Llegamos con lo reunido dentro de una manta con sus esquinas anudadas. Ángela estaba en la puerta, con sus cinco hermanos y la madre, con su vestido de siempre y más abajo, sin la ocultación del pupitre, los dedos asomando entre las roturas de unas zapatillas de loneta. Invierno triste y duro. Desahucio. Sentí mucha vergüenza. |