Sacaba de la madera al niño con tirachinas y a la mujer dormida. Años utilizando hachas, azuelas, gubias, formones, mazas y escofinas, le dieron tal habilidad en los dedos, que iban solos a la herramienta precisa y en el primer contacto con el material ya sabía cuánto le iba a costar liberar la figura.
El nuevo párroco quiso un Cristo románico y él aceptó el encargo convencido de la facilidad del trabajo. Pero aunque las manos pretendían hacerlo bien, la cabeza no colaboraba. Quería la cara afilada y las piernas rectas y aparecía un rostro chato y dos extremidades regordetas. De noche, lloraba ante la sospecha de lo inevitable: el deterioro de los años; pero cuando amanecía un día de hielo invernal en el cristal de su taller, reanudaba su trabajo con renovadas esperanzas. A media mañana, tiraba la herramienta al suelo y la humedad de su derrota se filtraba entre los pliegues del bien alimentado Cristo. Llegó a los pies con el trastorno de su cabeza guiando la habilidad de las manos, y cuando el cura vino a recoger el Cristo y lo vio clavado a la cruz con los pulgares separados por ocho dedos, perdió la compostura y gritó ¿qué engendro es este? A lo que el desgraciado contestó con una risa manchada de llanto, fruto del desvarío. Se quedó con su obra impagada a la que llegó a tomarle cariño y considerarla una obra de arte.
No fue el fracaso lo que lo llevó a pasar una cuerda por un teguillo del techo y a colgarse de ella, sino el terror a no encontrarse a sí mismo entre las cuatro paredes de su casa, pues ya andaba preguntándose quién era aquél que asomaba su extravío en el espejo del baño. Antes de enterrarlo, leyeron su última voluntad que dejó en una nota dentro del bolsillo de su bata de trabajo. Quería yacer bajo el Cristo rechazado.
Todos los años, por los Difuntos, el Cristo llora. Aunque hay quien asegura que son las lágrimas de su creador que añora su taller, sus maderas y sus herramientas. |